Me
mira Stefan Zweig; en su mirada serena, inocente y sin embargo mil veces sabia
y buena, noto algo que me hace llorar, que me quema de rabia lo mismo que de
sosiego. Es el conocimiento profundo y doloroso de la tragedia, reservado a muy
pocos de entre nosotros. Pero debo desengañarme: si su alma cándida y
floreciente, marchitada por las brutales circunstancias que le tocó vivir, es
capaz de cruzarse con la mía y devolverle una mirada escrutadora, se debe a que
me acaricia tiernamente en aquello que ya no soy. Lo admiro y siento como un
familiar cercano que un día conocí y amé, y cuyo recuerdo yace abandonado en la
trastienda de mi niñez.
Este
proyecto artístico y académico que dirijo se nutre de personalidades como la
suya, nacidas al socaire de la evolución y el progreso decimonónicos y
embarrancadas en el lodo de las más abyectas de entre las distopías: las
Guerras Mundiales. Siendo como él un europeísta convencido, amante de la
milenaria tradición humanística heredada de la Antigüedad Clásica, no consigo
—como él–, zafarme del agujero que ha dejado en nuestras naturalezas jóvenes,
la realidad negra de la violencia y la destrucción con que las sucesivas
conflagraciones han torturado al Viejo Continente. Y no me detengo en la
masacre perpetrada durante los años cuarenta en este repaso mental; porque del
resto de millones de cadáveres no supo jamás mi buen amigo austriaco,
afortunadamente.
¿Cómo
alguien como yo, nacido casi exactamente un siglo después de este genio
literario, es capaz de comprender el dolor medular de su biografía? No hay
respuesta sencilla a esta pregunta, así que contestaré con una evasiva
ingeniosa, la memoria artificial que supone la técnica:
“La
peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que
sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos
de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros en
cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo
instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo” (p. 502).
Como
ya dejara claro en otra ocasión, la labor del historiador es desplegar ante sí
el lienzo de la memoria humana, con el propósito de conocer e incluso sentir
los pensamientos y sentimientos de los hombres que le precedieron. La razón de
ello no es tanto la preservación y el recuento archivístico de datos y
documentaciones dispersos, como el entendimiento preciso del presente y de
nuestra realidad humana, dicho esto desde una óptica atemporal y antropológica.
Pero desengañémonos nuevamente, los acontecimientos ocurridos en el siglo XX
aún no son “históricos” por derecho propio: nos siguen definiendo, deprimiendo,
asolando, excitando, acalorando e hiriendo; y por este motivo aún recaen sobre
nuestras conciencias determinados accesos de locura colectiva que debieron haberse evitado.
En
la obra que presta su título a esta entrada, Zweig relata con esa elegancia,
claridad y lucidez que le caracterizan, su vida intelectual, y en particular
aquellos acontecimientos que acabarían por precipitar su caída, la caída de
Europa. Y a pesar de ello, su prosa es tranquila y soñadora, se diría que
nostálgica; en ella no atisbamos la apabullante energía autodestructiva que
caracteriza a algunos de sus personajes literarios, y por este motivo, su
corolario artístico despierta en mí, como ya dije, sentimientos contradictorios:
por un lado amo la belleza, el ánimo y el perfume reconciliador que sus
párrafos desprenden, y por otro su ingenuidad consciente me inspira una rabia
incontenida que amenaza con desbordarme; una cólera injustificada que me
susurra demoníaca que la mejor de las soluciones para el sabio es la de someter
a sus semejantes, evitando así que los malvados y los ignorantes ocupen el
lugar de los respetables y los justos. Embriagado y entrampado por un ataque de
amok, quiero denunciar y hervir a
fuego lento la fría estadística exhibida sin pudor por los geógrafos humanos.
Cada
ser humano muerto representa una esperanza frustrada, un futuro genio truncado,
una descendencia cercenada, un experimentar roto y un sentimiento no nacido.
Multiplique por millones y en su cabeza arderá el peso de esa histeria colectiva
que supone la matanza orquestada por los Estados y los grupos terroristas desde
1914. Desengañémonos juntos una vez más: no hay controversias “ideológicas” ni
por ende “ideologías”, y los que las sostienen me resultan antes ideotas que hombres y mujeres dotados de
convicción. Porque aceptémoslo, el trabajo intelectual y el razonamiento
abstracto escapan al entendimiento y las posibilidades de las masas; asimismo, sólo
veo justificada la lucha armada como defensa, por otra parte un principio que
impregna el Derecho Internacional Público, y de cuya carencia se lamentaba el
propio Zweig (p. 503). Tolstói, Gorki, Dostoievski, Rilke, Nietzsche,
Unamuno o Rolland, así como una pléyade
de filósofos y humanistas también citados por el genio de Viena, nos alertaron contra
el peligro de ese “cruel y voraz espantajo” (p. 171) que era el Estado, pero una
buena parte de nuestros antepasados prefirió confiar su destino a las pulsiones
abyectas que brotaban de su siniestra irrealidad, arrastrándonos a todos al
infierno.
De
su triste final, que no trágico, supe antes de leer esta su postrera obra, y
enseguida realicé un juicio de valor injusto. Esto es así porque siempre he
considerado que suicidarse por no “transigir una idea”, a la manera de ciertos
antihéroes dostoievskianos, es estúpido y ridículo. Pero al profundizar en la
biografía de Zweig, uno se da cuenta de que determinados acontecimientos
horribles sobrepasan nuestra capacidad para soportar el sufrimiento, la
humillación y la pena, y acabamos por perder la ilusión de vivir. Aislado y
exilado en el Nuevo Mundo, el genio y su esposa no pudieron contemplar por más
tiempo un mundo donde la barbarie, personificada en el nazismo, ganaba terreno
a las naciones civilizadas. De nuevo se repetía el horror; imposible encajar
por más tiempo la degeneración y el catastrófico final del idilio conocido durante
la juventud.
En
sus páginas hay claves y similitudes con este nuestro comienzo de siglo
que encuentro particularmente reveladoras. El camino que las generaciones
sobrevivientes a la posguerra tomaron para sortear una situación injusta y
caótica, fue el desarrollo de las vanguardias artísticas y un ansia por vivir y
experimentar que rozaba la manía y el furor platónicos. Y también un desprecio
manifiesto y un mudo reproche al mundo legado por sus padres —sus beligerantes,
ingenuos e inconscientes padres—, que hizo de ellos unos parias desempleados
con ansias de estilo, fiesta y liberación sexual. Huelga decir que las mismas
pautas culturales se han ido repitiendo a lo largo del pasado siglo y del
actual, y recomiendo el filme Cabaret (1972) a todos aquellos lectores que aún no la hayan visto, dado que retrata a
la perfección el mundo que Zweig describía con cierto amaneramiento burgués. Del
mismo modo, nosotros, los jovenzuelos nacidos entre los setenta y los ochenta
del pasado siglo XX, creímos a nuestros padres cuando nos describieron un mundo
en el que los centros académicos nos abrirían las puertas a un futuro idílico,
y que sí o sí encontraríamos un hueco para nuestras aspiraciones; un paisaje
costumbrista que se hizo añicos ante la Gran Recesión de 2008 y de la que nos
vamos recuperando muy lentamente.
Debemos
ser conscientes, como lo fue Zweig, del espíritu transformador y dinámico de
nuestra época, que mira con recelo todo escenario anterior y que confía
ciegamente en el progreso, porque en ello nos va la vida. Cuando la gran crisis
económica se hizo notoria en nuestro país, pude comprobar a cámara lenta cómo
mi generación se desperezaba y salía del alelamiento en el que había vivido durante
su corta existencia. Millones de veinteañeros se restregaban los ojitos como
bebés y miraban a sus papis con cara de cabreo, demandando una explicación y
recreando con asombrosa exactitud los movimientos de masas de un pasado no tan
lejano. Y esa misma experiencia la vivieron los incautos que marcharon con
lerda sonrisa a la Gran Guerra, o en otras palabras, al horror que haría
naufragar a Europa y que precipitaría las “tiranías” posteriores. En
definitiva, la pérdida de la inocencia que describe nuestro escritor vienés no
sólo se experimentó históricamente durante las primeras décadas del siglo XX,
sino que nuestra misma biografía se compone de dos momentos: el de ayer y el de
hoy. La niñez, plena de esperanza y confianza, se torna en purgatorio durante la
edad adulta, cuando advertimos el frío y desencantado mundo en el que estamos
inmersos y las pocas posibilidades de que disponemos para sobreponernos a él.
La duración y el alcance de este shock
dependen de nosotros mismos, de nuestra fuerza y carácter. Mas Zweig tenía razón cuando afirmaba:
“A pesar de todo el progreso que el cuarto de siglo de entreguerras ha traído en el campo social y técnico, en nuestro pequeño mundo de Occidente no existe ninguna nación que no haya perdido una parte ingente del placer de vivir y de la libertad de espíritu de antaño” (p. 170).
Esta
pérdida se está viviendo hoy con aún mayor intensidad, en plena Tercera Revolución
Industrial, debido probablemente a la conciencia de habernos liberado de un
manto de inocencia que acabaría por asfixiarnos. Una sociedad masificada y asediada
de estímulos no precisamente intelectuales, que prima la burocracia, el control
subrepticio de sus ciudadanos y la cuantificación arbitraria del conocimiento,
sobre la base de certificaciones académicas que en nada demuestran la
competencia de sus poseedores. No obstante, la realidad presente supera con creces
a los tiempos pasados en todo lo que respecta a los adelantos técnicos y
científicos, la facilidad de acceso a la información, la estabilidad interna de
las naciones “desarrolladas”, la aparición de bloques estables supranacionales,
como la Unión Europea (una realidad que hubiera llevado al éxtasis a Zweig), el
crecimiento de unas clases medias que atempera las castas de antaño, la
liberación sexual y la igualdad entre sexos, y la posibilidad de viajar a
lugares distantes con relativa facilidad.
Por
lo demás, nuestra época nada tiene que ver con esos centros urbanos de cuento de hadas y esas campiñas idílicas recortadas contra Los
Alpes blancos, y que sirvieron de marco y reflejo al escritor de Viena; por el
contrario, y me pongo como ejemplo, nuestro periplo biográfico se desarrolla
principalmente en un entorno suburbano, funcional y decadente del que es
difícil sustraerse, con el fin de lograr una obra artística que supere a los
maestros de la avant-garde. Se me
podrá objetar que cada época encuentra su inspiración en lugares y realidades
distintos, y aunque podría estar de acuerdo con el argumento, algo me dice que
no es tan sencillo… En todo caso, la influencia y la expectación por las
funciones de teatro y las óperas que describía Zweig en El mundo de ayer, han sido sustituidas por conciertos de pop-rock y
los estrenos de la HBO, y el aprecio y la pasión de las gentes por la palabra
escrita han quedado confinadas a determinadas élites intelectuales. A pesar de
todo, el genio creativo se conduce actualmente en regiones distintas a
las de comienzos del siglo pasado, y es llevado a término por individuos ególatras,
vanidosos e histéricos de difícil clasificación, que hallan en la fusión de
estilos y las redes de comunicación un cauce de expresión hasta cierto punto
novedoso.
En
cualquier caso, no creo en los conceptos de progreso o evolución, y por ende
desconfío de amaneceres y ocasos. Vivamus,
mea Lesbia, atque amemus! Todo lo demás sobra y es superfluo. Les animo, en
fin, a que devoren con fruición la obra de este austriaco universal, y que no
pierdan detalle de sus suculentas ideas y extraordinarios dotes narrativos. Studia Hermetica y eXcogito, se sienten herederos de la obra de estos grandes genios
del pasado, y sobre ellos volveremos. Por lo demás, sigo trabajando en algunos
proyectos que creo tendrán una calurosa acogida por parte de los lectores
habituales de la revista. Por cierto que no me planteo mi participación en
ninguna otra revista académica a corto plazo, ni tan siquiera enviar mi
producción literaria a editorial alguna. Mi vida transcurre por una senda clara
y contundente: evitar perder el tiempo a toda costa con intermediarios y labrar
mi propio espacio editorial.