sábado, 17 de septiembre de 2011

El Árbol de la Vida


"Acaso hayan pecado mis hijos y hayan maldecido a Dios en su corazón" (Job 1).

Retomo este cuaderno de notas debido a algo imprevisto: una película que vi ayer, y que me ha dejado consternado, aturdido y con ganas de esa saña sarcástica que tanto me pone. Sin más preámbulos, vayamos al lío, amigos. La película, como reza el título de esta entrada, es de The Tree of Life, cuyo director es Terrence Malick, y protagonizada por dos estrellitas de Hollywood de primera: Brad Pitt y Sean Penn. La película pretende tratar o ilustrar sobre el sentido y el cuestionamiento de la vida y la muerte, y la maquinaria extraña y asombrosa de Dios, lo divino, y del cosmos en sí mismo. El trasfondo o la excusa para tratar tales metafísicas materias es el drama que supone la pérdida de un hijo para una familia del suroeste de los Estados Unidos; sus ideas, susurros, impresiones y gemidos de dolor ante el sentimiento de absurdo, humillación y pérdida que se sienten ante la muerte de un ser querido, quedan aderezados por el drama de un padre déspota y resentido, castigado por ese sentimiento de fracaso tan extendido entre nuestros amigos americanos cuando se descubren con más de cuarenta tacos y no son Rockefellers o Gates. Bien, resumido el tema principal de la película, pasemos a su análisis. Más o menos como hice con Ágora, dividiré mi crítica en dos partes: un comentario filosófico y otro cinematográfico. Obviamente no soy Carlos Boyero, y mi conocimiento sobre el séptimo arte es el de un mero aficionado. Pero eso sí: sé cuándo una película me gusta y cuándo no, y cuándo tratan de tomarme el pelo, o por el contrario me respetan como espectador. Además, no duden de que he pensado a conciencia lo que paso a escribir.

Crítica filosófica

La pregunta fundamental: ¿Por qué?

En la película se trata de mostrar un atisbo de la voluntad, el funcionamiento y la naturaleza de "Dios", mostrando tales características a través de una sucesión de imágenes intercaladas sin orden ni concierto del cosmos: la visión inquietante de los planetas y los astros, las galaxias y las nebulosas distantes. Se nos muestran asimismo imágenes de la propia naturaleza geográfica terrestre: páramos, malpaíses, estepas, tundras, playas, roquedales... Y todo esto queda aderezado por la visión de los propios entes biológicos que habitan y se relacionan con estos ecosistemas: desde unos dinosaurios (sí, sí... han oído bien, dinosaurios) sorprendidos por las cámaras cual documental de la 2, y la recreación de su extinción por la caída de un meteorito, hasta esos inquietantes seres marinos de las profundidades abisales, deteniéndose además en las propias entrañas de la materia viva. En fin, toda esta retahíla viene a propósito de explicar el ¿por qué? fundamental. Esa terrible, obsesiva y dolorosa pregunta que se nos presenta justo en el momento en el que somos o creemos ser víctimas de una injusticia que agrede directamente a lo que consideramos es el orden natural de las cosas. Esta "agresión" no tiene lugar a la duda cuando perdemos a un hijo, y muchas preguntas afloran espontáneamente, y sin que uno sea filósofo de profesión o vocación: ¿Qué gana Dios llevándose a mi hijo? Yo he sido correcto y bueno con todo el mundo, ¿por qué entonces Dios me castiga con semejante sufrimiento? ¿Qué sentido tiene ya la vida si me arrebatan mis propias entrañas?

Las respuestas a estas preguntas han sido diversas a lo largo de los siglos, y las interpretaciones, las sociedades y culturas, las personas, las ideas, etc., influyen decisivamente en nuestro modo de afrontarlo. Cada día -y supongo que mientras escribo esto, semejante "injusticia" le está sucediendo a cientos de personas-, debemos enfrentarnos a la cruda realidad de la existencia: ahora estamos, y mañana puede que ya no. Y aunque obviemos tal verdad inquietante, jamás esquivaremos la hora de nuestra muerte. Jugamos una partida de ajedrez perdida de antemano por un gran maestro perfecto e implacable, y nuestra única esperanza es durar en la propia partida tanto como podamos.

Resulta relativamente fácil para nosotros aceptar el hecho de la extinción, porque es un vacío al que no deseamos asomarnos y para el que la vida consciente no tiene respuesta. No obstante, sus implicaciones van mucho más allá del apego que tengamos a nuestro pellejo: ¿Y qué hay de la muerte de los demás? El bueno de Epicuro nos decía algo así como que en la muerte ya no somos, así que no debemos preocuparnos por ella, pero se olvidó de ese sentimiento terrorífico de vacío que nos invade ante la desaparición repentina de otro ser humano, de un ser querido al que no veremos jamás. ¿Entonces qué, mi buen Epicuro? Por ejemplo, un romano de pro como lo fue Cicerón, quedó tan herido tras la muerte de su hija, que caería, al menos por un tiempo, en las garras del "misticismo", dejándonos un bello testimonio de eso que hoy día vemos tan a menudo.

Así llegamos a otra cuestión interesante. Históricamente el sentimiento, el sufrimiento ante la pérdida de un hijo no ha sido el mismo, y aunque nos parezca crudo, durante aquellas etapas de la Historia anegadas de mayor mortandad y cuya esperanza de vida era considerablemente más corta (es decir, todos los siglos anteriores al XIX, aunque con matices de todo tipo), se aceptaba con resignación y temple la muerte de los niños, dado que su expectativa de vida era en muchos casos dudosa hasta la madurez. Perder un hijo era un mal habitual ante el que los padres se resignaban y contenían su llanto. Era un golpe duro pero no una tragedia insalvable. Este hecho comenzaría a cambiar muy poco a poco a partir del siglo XVIII, si hacemos caso de uno de los capítulos de mi venerada Historia de la Vida Privada, cuyo título reza significativamente: ¡No quiero que muera!

En dicho capítulo se detalla la lucha contra la resignación de una madre ante la agonía de su hijo. Y esto constituye un cambio de paradigma en la vida familiar, y de cuya herencia todos somos beneficiarios. El mundo occidental moderno y tecnificado no puede tolerar que sus hijos mueran antes de llegar a la madurez, y a ese orden mantenido por la tecnología y los avances científicos, nos hemos acostumbrado. Y quizás por eso nuestro dolor no conozca límites ante el hecho de la pérdida. En un mundo donde la tasa de fertilidad está en umbrales de risa (uno o dos hijos por pareja), la muerte de uno de ellos es un mazazo que muy pocas personas están dispuestas a tolerar y asumir así como así... Ahora que recuerdo, y en realidad cambiando de tercio, en el telediario vi atónito una vez a un pastor protestante asumir de un modo estoico y admirable la muerte de su hija por una fatalidad doméstica: "Dios ha decidido llevarse a mi pequeña". Me quito el sombrero...

La siguientes preguntas ante la muerte de nuestro hijo, o cualquier ser querido, podrían ser: ¿A quién culpar?, ¿contra quién dirigir nuestra ira infinita e inconsolable?... ¿Alguna idea?

Dios, o esa persistente lucha de la Metafísica Occidental contra sí misma

La idea primigenia de "unidad" sistémica de la Realidad en nuestra civilización occidental, tiene su origen en Grecia, si bien son muchas sus interpretaciones. Esa idea de última y radical unidad de todo lo real tiene principalmente su basamento metafísico en Parménides, Platón y Aristóteles, las torres de la filosofía griega. No obstante, sus interpretaciones son aún diversas y, pese a lo que frecuentemente se afirma, carentes de ese tipo de religiosidad que imponen las religiones de misterios del Mediterráneo y las filosofías gnósticas y tardoplatónicas con las que habitualmente lidiamos aquí. Para Parménides, los atributos perfectos del Ser quedan plasmados en la visión poética de la Diosa; para Platón, la unidad queda asegurada por el theos del Timeo, y para Aristóteles, siguiendo la estela de su maestro, tal radicalidad de lo real, queda plasmada en el theos de la Metafísica y la Física; ese "motor" autogenerador de la revolución perpetua del cosmos descrito en género neutro. En definitiva, tanto en Platón como en Aristóteles, ese dios queda desprovisto de todo halo religioso, al menos en el sentido dado por las filosofías posteriores durante el apogeo del Imperio Romano.

Por lo tanto, una casilla menos en este Quién es Quién de la culpa teológica, o si no, piénsenlo bien: ¿Cómo podríamos hacer partícipe o causa de nuestro dolor a algo informe, desprovisto de toda carga y legitimación moral? A un mero mecanismo cosmológico. ¡Sería como echarle la culpa a la Gravitación Universal de que alguien hubiera resbalado y caído al vacío! No obstante, con el cristianismo semejante concepción cambia (y estoy simplificando, pero no quiero desarrollar una tesis doctoral aquí, sino comentar una peli), y Dios Padre Todopoderoso gana adeptos a causa de su infinita bondad y misericordia; en otras palabras, por fin pudimos contar con una religión con rostro humano, más allá del poético politeísmo pagano. Por lo tanto, esta vez sí, aprendimos a arremeter contra Dios. A partir de que esta idea cobrara vida en nuestro magín colectivo, ya podíamos lanzar piedras contra nuestro malvado creador, como la plebe hacía con las imágenes de los templos romanos: ¿Por qué te llevaste a mi hijo? ¿Por qué permitiste que eso pasara?...

Afirmamos además que esta concepción de Dios es "occidental" porque efectivamente es así. Toda pretensión de universalidad ante el sentimiento de injusticia y ante el supuesto binomio ateísmo-teísmo, es un vano intento europeo de etnocentrismo filosófico. Por ejemplo, filosofías religiosas como el budismo son constitutivamente ateístas, en el sentido de que no consideran siquiera la posibilidad de que exista una unidad fundamental de la realidad, y muchísimo menos un Dios único e inapelable (de hecho, se mofan de tal idea, afirmando la existencia de infinitos mundos y formas de vida). Y ni qué decir tiene que existen muchísimos conceptos sobre lo divino que sencillamente escapan a estos nuestros parámetros filosóficos consagrados por la metafísica griega y la religión que vino de Israel; por ejemplo, ¿cuál sería la respuesta ante la muerte de un ser querido de una tribu animista africana? Las respuestas a estos interrogantes las salda con maestría el trabajo de campo antropológico, y a él les remito.

Actualmente, todas las filosofías autoproclamadas "ateas" necesitan urgentemente desprenderse de esa carga que es Dios, y en no pocas ocasiones, y adoptando ese aire panfletario tan decimonónico, afirman aquello de que "Dios ha muerto". Y tanto la exaltación de la naturaleza y la humanidad desprendida de toda metafísica de Nietzsche, como el ateísmo salvaje sartreriano que ve en el cosmos una maquinaria ciega e indiferente,necesitan aniquilar ese abanto concepto de Dios, que se derrama en el mundo cristiano-occidental y árabe como un riachuelo imperturbable y enfermizo. Y así llegamos a uno de los cauces del nihilismo, tan agudamente comentado por Camus en su obra El Mito de Sísifo, con relación, cómo no, a la obra de Dostoievski.

¡Déspota malvado! ¡No existes, no puedes existir!

Hace ya bastantes años que leí una obra fundamental de la ciencia política, a cargo de Max Weber; se trata de su ensayo El político y el científico, en el que (qué iluso él), proponía un tipo de perfil político que supiera y fuera consciente de la naturaleza humana, de sus taras y de sus anhelos, y que precisamente gracias a tal conocimiento pudiera enfrentarse de mejor modo a la difícil e ingrata tarea de gobernar a sus semejantes. No me acuerdo exactamente a qué venía, pero evidenciaba una lucidez extrema ante la idea misma de Dios: este mundo es injusto y por ende Dios no existe, o sencillamente tratamos con un Dios carente de bondad e indiferente.

Y así llegamos inevitablemente a Dostoievski. Aún se me pone la carne de gallina cuando recuerdo esos dos capítulos de su obra magna Los Hermanos Karamázov: "Rebeldía" y "El Inquisidor General" En ellos, Iván Karamázov discute con su hermano Alioscha las maldades del mundo, y el porqué de su negra melancolía e incluso su desprecio e indiferencia por el prójimo, la humanidad y Dios mismo. Y como si la inteligencia le hablara al espíritu, expresa su rabia e incomprensión ante un mundo terriblemente injusto, doloroso y desvirtuado, donde el dolor infinito de los niños y las criaturas puras e inocentes no encuentra justificación alguna. En fin, no les digo más, tan sólo léanlos y piensen sobre ellos tranquilamente, empleando la cabeza, el corazón y las entrañas a la vez.

Consideraciones intempestivas (a modo de conclusión)

En la película se afirma al comienzo una sencilla filosofía enseñada por "las monjas" (narrada por la voz aterciopelada y susurrante de la mamá), a saber, que existen dos caminos: uno es el de lo divino y otro el de la naturaleza. El primero no se ocupa de sí mismo sino de los demás, y es desprendido y amante de todas las cosas; sufre humillaciones e insultos pero sigue adelante sin importarle lo que le ocurra. Es generoso y amable, y protege antes que agrede. El segundo, el de la naturaleza, es un camino vanidoso que busca encandilar y conquistar, y su carácter es pendenciero y luchador. Y pensando y repensando dicha "filosofía", no podía por menos que burlarme de su deliciosa simplicidad. En efecto, el amor por las cosas no obsta la lucha por la defensa de las mismas, y de hecho, es casi un deber de las criaturas que aman la vida, la vinculación a las bellezas e intrigas de la "vanidosa" y "señorona" naturaleza. El camino que opta por no luchar es un camino fácil y sin derrota, y desde mi punto de vista justificable en muy pocos casos; podríamos acabar como el clérigo de El pabellón número 6 (un relato admirable de A. Chéjov), que miraba con rubor hacia otro lado ante las injusticias y brutalidades de sus congéneres. Y nada hay menos cristiano que la cobardía y la pusilanimidad, al menos atendiendo a los Evangelios, ¿no? En definitiva, tal punto de partida me parece una chorrada pseudo-filosófica, más propia de ninfas del bosque que de seres humanos con corazón y sangre en las venas. Se lucha porque se ama. Lo demás son, desde mi humildísimo punto de vista, zarandajas y ventas indiscriminadas de humo.

Volviendo al tema de Dios, la injusticia y la muerte de los seres queridos (que es el nudo gordiano de la película, no lo olvidemos), yo no puedo concluir nada consistente, como no lo han hecho tantas generaciones de hombres antes que yo. Naturalmente, me considero heredero de mi tradición filosófica griega, y no puedo ni quiero desprenderme de sus taras. Ahora que recuerdo, el Dr. Leandro Sequeiros, del que ya hablé hace tiempo, me envió un artículo suyo magnífico ("Stephen Hawking The Grand Design y los medios de comunicación: filosofía, ciencia y religión"), que hablaba precisamente del supuesto binomio teísmo-ateísmo, en relación con las teorías siempre efectistas y publicitarias de nuestro amigo Hawking. En dicho artículo, el Dr. Sequeiros se hacía eco de una frase de J.B.S. Haldane que hago propia sin ambages:
"El universo no es sólo más extraño de lo que se supone, sino más extraño de lo que cabe suponer".
¿Qué más puedo añadir, pobre mortal? Quizás me resta armarme de valor y atacar a estos jaleadores de varios frentes que repiten consignas idiotas y nada meditadas, basadas todas ellas en retales de "ideologías" chorras. Desde los autobuses "ateos" hasta las insostenibles ideas pseudofilosóficas de Hawking (y propagadas ad infinitum en los medios de comunicación), y esto no porque mantenga lo contrario (que creo en Dios y no sé qué), sino porque sé bien que el problema es aún mucho más profundo, complejo y lleno de matices, y que necesita de una capacidad craneal más evolucionada que el contertulio medio de la Cadena Ser (o de la Cope, que tanto monta, monta tanto). Ahora bien, siempre hay que tener en cuenta que la idea del Dios bondadoso que habitualmente defiende la Iglesia se tambalea ante el mero hecho de la muerte de un solo niño. Quién sabe, quizás deberíamos empezar a plantearnos la idea de una dimensión religiosa más madura y adecuada a la dura realidad de la vida. Además, no hay que olvidarlo: las ideas de Dios son infinitas y algunas de ellas están dotadas de una belleza inigualable, como la sostenida por nuestro hermetismo, o por los herederos del lulismo, la pansofística y el neoplatonismo, o como las defendidas por El Libro de los Veinticuatro Filósofos, o por filósofos renacentistas como Giordano Bruno, Tommaso Campanella, Nicolás de Cusa, Francesco Patrizi, Baruch Spinoza, o por los deístas posteriores de todo orden y condición. Tan sólo busquen y descubran cómo esas concepciones inmanentistas de Dios establecen una relación entre éste y el mundo más estrecha, natural y luminosa, huyendo de brumas gnósticas y mundos muertos y desvinculados de la realidad divina. Y esto háganlo por deleitarse a causa de su poesía o saber más acerca del basamento metafísico de Occidente, que es más rico y diverso de lo que habitualmente el vulgo supone.

Es más, comentando el supuesto mensaje de la película durante su hilarante final (al menos por lo que yo entendí), me pareció francamente escabroso el hecho de que en un alarde poético, una madre "entregue" a su hijo a un cosmos amable, luminoso, y como de terciopelo. En fin, patético. No sé si nos reencontraremos con nuestros seres queridos en el otro mundo (si es que existe continuación de la conciencia o persistencia del alma tras la muerte), pero de ahí a reconciliarnos en plan chupi-guai con la maquinaria divina, va un paso de gigante. Nadie nos va a librar de la tragedia y el dolor ante la muerte; lo único que podemos hacer, desde mi siempre humilde y desdeñable perspectiva, es volvernos más fuertes.

Crítica cinematográfica

Si no fuera porque estoy escribiendo en una revista académica seria, diría lo que pienso de la película en una frase malsonante, corta, seca y conclusiva, de esas que no dejan lugar a dudas acerca de tu pensamiento, y que normalmente se profieren en un bar. ¿La están imaginando? Bien. Y ahora pongámonos serios y al lío:

La película no es tal película, sino un cúmulo de imágenes deshilvanadas y metidas a presión sin un guión o una dirección como Dios manda. Un tercio de la película se dedica a una interminable, absurda, pretenciosa y ridícula sucesión de bellísimas y poéticas imágenes y secuencias del cosmos (como ya dije, los planetas, la geografía terrestre, el mundo animal, etc.), como si estuviéramos en la serie de Carl Sagan o en cualquier documental del National Geographic. Por supuesto, el "marco" (tengo que llamarlo de algún modo) de tal despropósito es la historia de una familia sureña y sus problemas familiares y diatribas metafísicas, causados por el padre primero y "luego" (entre comillas porque no hay un hilo conductor temporal claro), por la muerte de uno de los tres hermanos. Además, mucha parte del metraje se dedica a escenas insustanciales entre los miembros de la familia, o bien a la zona residencial en la que habitan, o a cualquier otra tontería, lo que provoca en el espectador un sentimiento de apatía y enfado creciente.

Asimismo, el director nos abandona la mayoría del tiempo a nuestra suerte, y navegamos al pairo en una sucesión infumable y mareante de imaginería casi aleatoria que más parece un vídeo musical o un poema gráfico que otra cosa. Es más, afirmo que el cine no puede alcanzar determinado grado de abstracción por las buenas, y sólo de un modo muy superficial o indirecto o sutil, puede introducir al espectador a un concepto filosófico complejo. Y lo peor de todo es que viendo las críticas aquí y allá (tan sólo abran el Google y lean), los entendidos no la dejan mal, si bien se critica tibiamente sus exabruptos documentales. Me da la impresión de que este rollo es el típico producto pseudo-intelectual snob que en según qué círculos es de mal tono criticar, por aquello de que no te vayan a tomar por tonto o simplón. Yo, como el elemento social me lo salto por inútil, digo lo que pienso, y por lo tanto concluyo que si quieren que le tomen por idiota, acudan a las salas de cine.

¿Algo bueno? Sí, su magnífica banda sonora. La compraré en cuanto pueda, no lo duden.

Por cierto, al final de la película (los que se quedaron, porque un tercio de la sala abandonó antes del final), la gente aplaudió sarcásticamente. Todo un logro de Malick que resume bien de qué va el tema. Lo cierto es que por momentos me sentí como Lilly en Cómo conocí a vuestra madre; para los que conozcáis la serie, el símil no tiene precio. ¡Hasta pronto, amigos!