martes, 16 de agosto de 2016

Entrevista al Dr. Federico José Xamist

Damos la bienvenida a Studia Hermetica al Dr. Federico José Xamist (Pontificia Universidad Católica de Chile). Espero que se sienta a gusto entre nosotros y que este sea un primer paso en una mutua y fructífera colaboración.

Le confieso que me intriga la preciosa y profunda mística que subyace a la iconografía religiosa ortodoxa, y que por ese motivo le invité a que colaborara con nosotros. Deseamos conocer a esos artistas y académicos que, como usted, trabajan silenciosa y tenazmente; queremos comprender de qué está hecho su mundo interior y cuáles son sus raíces históricas.


Entrevista



Iván Elvira: ¿Cómo se definiría el Dr. Xamist? ¿Es usted un artista que pinta la palabra sagrada, un escritor y académico que da forma a las Escrituras y sus propios pensamientos, o quizás un humanista en el sentido estricto del término?

F. José Xamist: Antes que nada, querría agradecerle esta amable invitación a conversar. La verdad es que mi trayectoria ha sido errática e imprevisible incluso para mí mismo. La base de mi formación se desarrolló en el ámbito disciplinar de la Arquitectura, donde el espacio del taller se convierte en el crisol que funde diversos ámbitos de conocimiento. Pero desde muy pronto sentí un profundo llamado hacia la Palabra. Por eso estudié griego, para comprender el sentido de la palabra Logos, que es la palabra primera. Mis estudios también siempre estuvieron asociados a viajes, y así fue que después de vivir en España me fui a Grecia. Allí me inicié en el oficio de la pintura de íconos y realicé estudios de Teología ortodoxa. Hoy me encuentro enseñando en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile e intento no perder de vista ese horizonte de taller que da cuerpo a la Palabra.   


I. E.: Es indudable que la iconografía religiosa ortodoxa está vinculada a un modo especial de entender la relación con lo divino. ¿Qué es lo que más le cautiva de esa vinculación? ¿Qué le llevó a dedicarse en cuerpo y alma a su forma y significado?

F. J. X.: La clave para entender el sentido de los íconos en la vida de la Iglesia es el misterio de la Encarnación. La Encarnación es el acto de amor supremo a través del cual Dios mismo se hace hombre para que el hombre se haga Dios. Y ser Dios en este caso no significa empoderarse sino donarse, por muy absurdo o escandaloso que pueda parecer. Por otro lado, la tradición del ícono surge justamente como testimonio histórico de la Encarnación. Como señala un teólogo estudioso de la tradición de los íconos, la Encarnación fundamenta el ícono y el ícono muestra la Encarnación. Esta perfecta reciprocidad entre materia y espíritu, entre experiencia y lenguaje, y, en último término, entre hombre y Dios que testimonia el ícono es lo que me ha cautivado profundamente.

I. E.: Usted ha viajado por el Mediterráneo, retornando a las raíces erigidas por la Antigüedad grecorromana. ¿Dónde ha tenido la oportunidad de vivir con mayor intensidad el espíritu de esas raíces? ¿Por qué motivo?

F. J. X.: Al llegar a Grecia, habiendo estudiado filología clásica, sentí la profunda necesidad de ver qué decían los griegos sobre esa Grecia que yo había estudiado en un modo a veces tan aséptico. Qué decían los griegos de ahora, fueran como fueran. Yo vengo de Latinoamérica y sé lo que significa ser considerado de otro mundo, segundo o tercero, sin condiciones de posibilidad para la “alta cultura”. Pues bien, en Grecia me di cuenta que la idea que se tiene de la Antigüedad clásica en Occidente es una caricatura. La civilización griega siempre fue una civilización “popular”, y con esto quiero decir que la cultura siempre estuvo asociada a usos y costumbres, a cosas, a sabores, a un medio geográfico, a necesidades. El horizonte metafísico que alcanza la cultura griega en un momento determinado no tiene nada que ver con especulaciones ociosas sino con la posibilidad de disfrutar la vida en el más alto grado posible. Cuando en griego se habla de una “idea” se habla de algo íntimamente relacionado a una experiencia, algo que “se ha visto”, “se ha saboreado” y que tiene una incidencia directa en la vida de los hombres... incluso en la metafísica extrema de Platón se aprecia esta “condición de facticidad”. El poeta griego moderno Giorgos Seferis comenta en uno de sus escritos que en lengua griega es imposible disociar una idea de su correlato sensible. Creo que el mundo occidental tiene mucho que aprender todavía de Grecia, sobre todo de los periodos que ha ignorado largo tiempo y posteriormente ha romantizado, como Bizancio o la época de la turcocracia. El modo en que pervivió la democracia, por ejemplo, no como ideología sino como forma de vida. 

I. E.: Háblenos ahora, si no le importa, tanto de las razones de su arte como de su técnica. Usted ha tenido la oportunidad de conocer a grandes artistas como el Dr. Giorgos Kordis. ¿Qué destacaría de ese periodo de aprendizaje? ¿Se aprende algo más que iconografía cuando se estudia codo a codo con maestros de su talla?

F. J. X.: Kordis, antes que nada, es un gran pintor. Posee talento y una sabiduría plástica difícil de encontrar. Conoce la historia del arte y la tradición, y tiene clara conciencia de que la imitación sólo puede conducir a una muerte por inanición. De Kordis y el grupo de profesores que trabajaban con él en su escuela aprendí que la pintura de íconos es un sistema plástico, un modo de emplear la línea, el color y la composición en vistas de su cometido litúrgico. 

I. E.: En otra ocasión fue el Sr. Andrew Gould quien le entrevistó, destacando uno de los elementos más atractivos de su obra: la perfecta unión entre modernidad y tradición. De hecho, puedo identificar en su obra una frescura “postimpresionista”, si me permite la comparación. ¿Cree usted que el canon establecido por la “maniera greca” desde la caída del Imperio Bizantino debería ser reinterpretado y de algún modo “adaptado” a los nuevos tiempos? ¿Ha añadido algo a esta reinterpretación las sucesivas corrientes de vanguardia artística? ¿Por qué es importante partir de las raíces de la iconografía?

F. J. X.: La tradición del ícono se encuentra en un momento determinante: o sigue su camino, liberándose de la tipificación, o desaparece. Pero a mí parecer también el mundo del arte en general se encuentra como en ascuas, como si algo tuviera que pasar. Creo que las búsquedas del arte moderno fueron truncadas (por muchas razones y muchas veces por sus mismos promotores) y todavía tenemos mucho que aprender de ellas. Y la tradición del ícono debe hacerse cargo de esas búsquedas, pues de ellas surgió su restitución como praxis actual. Por otro lado, el sentido que tiene la tradición en la práctica iconográfica no tiene tanto que ver con la conservación de un canon como con la continuidad de una experiencia histórica. Michail Bachtin decía que todo poeta encuentra ya hablada la lengua con la que pretende hablar como si fuera la primera vez. En este sentido, tradición y modernidad, en su sentido más profundo, son las dos caras de una misma moneda. Yo quiero creer que la tradición del ícono se renovará y entrará en comunión con el mundo del arte, que es su medio, sólo en la medida en que la Iglesia funcione como un órgano vital, como el corazón de una nueva sociedad que ilumine la vida de los pueblos. 






I. E.: Háblenos de Michalis Vasilakis. ¿Por qué decidió decantarse por él para construir su tesis? Tengo la impresión de que esa particular alianza entre tradición y modernidad tuvo algo que ver, a juzgar por la fuerza y el misterio emanados de la obra de este genio contemporáneo.

F. J. X.: Como usted bien dice, para mí Vasilakis es un extraordinario ejemplo de síntesis entre tradición y modernidad. La verdad es que fue Kordis, que dirigió mi tesina, quien me nombró algunos iconógrafos contemporáneos para hacer mi investigación. Yo encontré una entrevista que le habían hecho a Vasilakis y quedé completamente maravillado con lo que decía. De una sencillez y transparencia tan contundentes. Igual que su obra. Y luego tuve la oportunidad de entrevistarlo personalmente y de ser su huésped. Es un hombre que ve el mundo a través de la pintura, del color y la línea, y para quien la historia sagrada es un cuento inmemorial pero aconteciente, ese drama que sucede cada día en la plaza del pueblo.


I. E.: ¿Con qué personalidad o icono ha sentido más cercana eso que usted mismo denomina “experiencia eclesiástica”?

F. J. X.: El ícono de la Trinidad, y en particular el de Andrei Rubliov, creo que tiene un significado especial para mí. Además de ser una de las primeras obras del mundo de la iconografía ortodoxa que conocí, además de haberla conocido a través de la mirada de Andrei Tarkovski, y además de admirar la formidable sutileza de sus trazos, me parece que como tema iconográfico sintetiza magníficamente el núcleo de la experiencia cristiana de Dios: la comunión. En primer lugar la comunión como modo de ser de Dios, en segundo lugar la comunión que se manifiesta en la existencia teándrica de Jesucristo y en tercer lugar la comunión como realidad de vida de la Iglesia. Contemplando el ícono de la Trinidad se puede meditar largamente sobre aquella relación de compenetración mutua que une y diferencia a la vez –perichôresis, dicen los griegos. En todo caso, cada vez que pinto un ícono de un santo, por ejemplo, experimento la posibilidad de conocerlo de un modo más personal, incluso de encariñarme con él, de entrar en comunión con el cuerpo místico de la Iglesia. 


I. E.: Los que nos dedicamos a la literatura de la Antigüedad y el Renacimiento, guardamos como oro en paño algunas obras que nos emocionaron, enseñaron y guiaron. ¿Podría decirnos de qué piezas literarias y pictóricas de estos dos periodos conserva un especial recuerdo?

F. J. X.: Para ser conciso, le diría que la Odisea y el Partenón. Esta última si bien no es una pintura es un objeto de una calidad plástica insuperable. Del Renacimiento... para serle sincero, un autor que me apasiona es Jorge Manrique, sobre todo por su existencialismo avant la lettre, pero creo que no es renacentista. En pintura prefiero la espesura plástica de los españoles a la virtuosidad de los italianos o el manierismo de los flamencos. Nombraría a Velázquez, pero tampoco es renacentista. O al Greco, pero es una mezcla extraña.





I. E.: Desde que estudio y leo obras escritas en lengua griega, tengo la impresión de que un poderoso anhelo filosófico se desprende de cada una de sus letras. ¿Cree usted que las lenguas son las portadoras vivas de un modo de ver el mundo? ¿Y qué hay del griego, es una lengua privilegiada en tal sentido?

F. J. X.: Si bien estoy convencido de que cada lengua dice cosas que en otras lenguas no se pueden decir, no creo que haya una lengua superior a otra. Yo soy un amante de la lengua griega por su ambigüedad semántica y su exactitud plástica. 


I. E.: Ahondando en una idea ya expuesta, y por lo que he visto y leído, creo que hay un modo muy particular y hermoso de contemplar la experiencia mística y eclesiástica en los países de tradición cristiana ortodoxa (y tengo en mente especialmente a Grecia y Rusia). ¿Podría definir de alguna manera esa experiencia, usted que vivió allí durante una etapa de su vida?

F. J. X.: La gran virtud de la tradición oriental, a mi modo de ver, está en el principio gnoseológico que anima su tradición teológica, el apofatismo. El apofatismo consiste en la negación a identificar la verdad con la formulación de la misma. La verdad es una experiencia y sólo en la medida en que se haga esa experiencia se tiene acceso a la verdad. En este sentido, cualquier formulación de la verdad, sea filosófica, teológica o científica siempre será relativa a la experiencia misma, de modo que ninguno de esos discursos podrá nunca arrogarse la posesión de la verdad. Y esto no significa que dé lo mismo la formulación o que no podamos tener certeza de nada, sino que cada certeza tiene un campo de acción, por decirlo de algún modo, que no es extrapolable a la totalidad de la realidad. Toda experiencia de la verdad resulta en una forma discursiva, y no sólo por acrobatismo intelectual sino porque aquella formulación es la consumación de la experiencia y el modo en que comulgamos la verdad entre nosotros. Es decir, la formulación de la verdad no es un mal necesario sino que es el modo a través del cual accedemos a ella, nos mantenemos en ella. Entonces, si se fija, la tradición oriental se mantiene en un equilibrio perfecto entre los dos extremos de la tradición metafísica occidental: el idealismo totalitario y el nihilismo ofuscado. Más bien viene a ser como una tercera vía. Y justamente por esta premisa gnoseológica la lengua del arte asume un rol fundamental, porque el arte es la lengua apofática por excelencia: reconoce sus límites, es aquello que representa y al mismo tiempo no lo es. Todo esto que le digo puede sonar sumamente abstracto, pero ha dado lugar a una realidad eclesial profundamente diversa respecto al catolicismo o al protestantismo. Yo creo que hay que empezar a mirar el lado oriental del asunto. 

I. E.: Me consta que es usted un gran conocedor de España, ¿destacaría algún monasterio, iglesia o catedral que le cautivara especialmente durante su estancia entre nosotros?

F. J. X.: España está llena de monumentos magníficos y es un mosaico de las culturas más diversas, como se puede contemplar en las maravillas de Andalucía. Tengo especial debilidad por el románico catalán, por su solapado espíritu griego y renacentista, puro, volumétrico, incluso abstracto. Pero un lugar que fue determinante para mi vida es el Monasterio de Sant Jeroni de la Murtra, a las afueras de Barcelona, donde tuve la oportunidad de residir durante tres años. Más que su arquitectura, fueron sus habitantes los que me cautivaron, me acogieron y me acompañaron en momentos decisivos de mi vida.  

I. E.: Como americano, ¿cree que hay alguna diferencia en el sentir religioso a ese lado del océano, con respecto al europeo?

F. J. X.: Podría hablar sólo en términos generales y eso siempre es un peligro. Diferencias hay, sin duda, pero hay un punto en el que se da la comunión. Lo que se podría mencionar y que tiene una explicación histórica es que en América hay menos recelo respecto a la experiencia religiosa. Existen menos resentimientos históricos entre Iglesia y Estado, por ejemplo, y en el caso de Chile en particular la Iglesia fue uno de los principales defensores de los derechos humanos durante la dictadura de Pinochet. Creo que en América el creyente no ha dejado de ser un interlocutor válido en la vida social y cultural de la nación, mientras que en muchos países europeos sí. La Iglesia en América ha sido un poco más permeable a la realidad, me da la impresión.   

I. E.: La labor académica relacionada con el sentir religioso y artístico de la Antigüedad a veces nos aparta de los cauces por los que se mueve actualmente la sociedad. ¿Se siente de alguna manera un “extraño” en el mundo contemporáneo? ¿Son los filólogos clásicos y los artistas de inspiración cristiana más necesarios que nunca?

F. J. X.: Sin lugar a dudas. Pero para serle honesto no me siento extraño, me siento sumamente vanguardista, sumamente moderno, como requería Rimbaud. El conservadurismo ha adoptado formas insospechadas en nuestra época. Considero que no hay nada más retrógrado que querer sólo avanzar, nada más supersticioso que creer que nuestra forma de vida actual es superior a la de otras épocas. En todo tiempo se cuecen habas, y en el nuestro a calderadas.