martes, 8 de noviembre de 2016

Doceo, docui, doctum: en defensa del maestro

Ser padre es, con mucho, la actividad más tortuosa y compleja a la que debe enfrentarse el ser humano, y por eso debo confesarle, amigo lector, que no sé si seré capaz de estar a la altura. Soy un tipo impaciente, seco, malencarado, arrogante y volcánico. Pero sé de muchos que de tanto alardear de ser superpapás, han acabado por hacer el ridículo.

Hoy toca hacer examen de conciencia, comenzando desde el principio: ese pequeñuelo nuestro traerá consigo una enigmática realidad que no podemos prever ni controlar, pese a nuestros vanos esfuerzos. En ese misterioso ser que concebimos o adoptamos, depositaremos nuestras esperanzas presentes y sueños rotos, tratando de determinar el rumbo de su conciencia en ciernes; de nosotros y del futuro carácter del nasciturus dependerá que nuestro empeño obtenga un fruto dulce o amargo. Puede que nuestra esperanza embarranque en la tiranía del “tú debes” (hacer, no hacer, trabajar o estudiar), o puede que si disponemos del talento, las ganas y la fortuna necesarias, nuestro retoño consiga convertirse en una persona digna, valiente, fuerte y educada. ¿O acaso nos da igual eso?

Para la burguesía posmoderna la finalidad de la educación no radica en las habilidades y características que desarrollará el jovenzuelo, sino en el estatus socio-económico que adquirirá durante su vida adulta. Así, la progenie de las clases media-altas y altas debería reunir ciertos requisitos: una educación universitaria cum laude que le permita acceder a un mercado laboral especializado y que le garantice el acceso a un nivel económico netamente superior al de las subclases obreras —perezosas y rudas por naturaleza—; mantenerse en forma haciendo ejercicio y comer sano, y por último pero no menos importante, procurarse una esfera social adecuada a su susodicha grada social. La perfección, o sea.

Huelga decir que la prole de semejante despropósito neoburgués adquirirá un ego inflado, de esos que se lo merecen todo por el mero hecho de haber nacido, así como un ánimo lánguido y una petulancia cortados por ese mismo patrón que guía la permisividad de sus papás. Recuerdo una ocasión en que la esquizofrénica mamá de un retoño al que tutorizaba me aseguró que su vástago debía ir a la universidad “porque su familia siempre había ido a la universidad”. Como es natural, la estrecha conciencia de mami no podía tolerar que su retoño quedara al margen de su orbe social. ¿Qué diría a sus amistades y familiares si su hijo no estaba a la altura?, ¿que sería un fracasado condenado a desempeñar trabajos de baja estofa durante el resto de su vida? Nada, nada: si su retoño no era capaz de concentrarse, estudiar, escribir, calcular, leer, comprender, representar, pensar y crear, se debía a que los profesores, incapaces de empatizar con su natural timidez, no alcanzaban a penetrar en su prístina alma. Pobrecito.

Obviamente, aquí no hablamos de educar a personas que sean, sino que aparenten ser. A los papis no les interesa tanto que su hijo adquiera conocimientos y habilidades concretos, como que se posicione como Dios manda en el escalafón; y si para ello deben amargar u hostigar al profesor de turno, sea. Da lo mismo que mi Vanesita y mi Luisito no sepan hacer la o con un canuto, porque por mis cojones u ovarios que aprobarán e irán a la universidad… En mi memoria se agolpan docenas de historias de madres y padres revoltosos, criticones, protestones, maleducados, ignorantes y bajunos, cuyos retoños constituyen una fiel copia de ellos mismos; y los maestros deben vérselas diariamente con estultos de semejante catadura moral, no conviene olvidarlo; unos maestros asfixiados por un sistema hiperburocratizado y kafkiano, al socaire de reformas reformadas, enclavados en una guerra fronteriza que ya nadie recuerda. Siempre ha sido así, claro, pero en los últimos años nuestros educadores están perdiendo un arma fundamental: su autoridad.

La última polémica educativa radica en la siguiente estupidez: ¿deberes sí o deberes no? Y heme aquí, amigo lector, haciendo un ejercicio de contención para evitar proferir los epítetos que a mi perverso magín acuden prestos. ¡Mírelas bien! Cientos de familias burquesas ocupan las calles para forzar a esos sucios profesores a que respeten el ocio de sus hijos, ahogados en la vorágine y el estrés que supone elaborar inútiles comentarios de texto, leer libros (¡horror!), realizar ininteligibles operaciones matemáticas y confeccionar proyectos de investigación escasamente creativos.

Mi infancia, como la de muchos otros compañeros de generación, fue mucho más sencilla: estudiábamos u holgazaneábamos, ergo aprobábamos o suspendíamos, jugábamos (en la calle o en casa), imaginábamos… y hacíamos deberes. A mis padres ni se les pasaba por la cabeza cuestionar la autoridad de mis profesores, hasta el punto de que cuando un zagal metía la pata en la escuela (por ejemplo, llamando “hijoputa” al maestro), se le aplicaba un cachetón correctivo y después sus padres corroboraban la adecuada reacción con otro aún más contundente. Sí, sí, como lo oye, amigo lector: se le daba una hostia al niño, es decir, se aplicaba en el pequeñuelo un arranque de violencia controlada cuyo mensaje rezaba tal que así: “existe una esfera exterior, ajena y superior a ti, y si te portas como un tonto sufrirás las consecuencias”. Pero en los míseros y prefabricados tiempos que corren cualquier ataque al individuo (particularmente a nuestros impolutos, honestos y educados retoños), se considera intolerable, impropio, terrible e injusto. ¡Cómo osan, esos zarrapastrosos profesores!… El mundo al revés: ahora son los papás los que acuden raudos a demandar explicaciones al profesorado ante cualquier atentado contra su prole: ¿por qué mi hijo ha suspendido, si estudia un montón?, ¿por qué se le castiga, si me ha dicho a mí que se porta requetebién?, ¿por qué no le pasáis de curso, si él o ella se lo merece?

Normalmente no personalizo mis invectivas, pero esta vez haré una excepción: la CEAPA, la Confederación Española de Asociaciones de Padres y Madres del Alumnado, se ha portado como una asociación integrada por imbéciles[1], ignorantes[2] e incultos[3] papás, dispuestos a desproveer a los maestros de la poca autoridad de la que aún gozan. Y yo, que no soy educador, me permito la osadía de enunciar lo que pienso sin restricciones. De cara a la pared pondría yo a esos protopijos posmodernos. Y con orejas de burro. Que conste que no estoy de acuerdo con que nuestros amiguitos sean aplastados con una carga de deberes excesiva durante la Educación Secundaria Obligatoria (que no en el Bachillerato, donde creo que la dedicación al estudio debería empezar a ser más seria y continuada), pero no se trata de eso, sino de defender un principio elemental: el respeto a la autoridad, a aquellos que saben más que tú y que se afanan día a día en formarse y formar a otros (también en la ética del esfuerzo). Desconociendo este venerable y vetusto principio, acabaremos educando a monstruitos irresponsables e inconscientes de sí mismos, de sus carencias y defectos. Nuestros hijos no son perfectos ni lo serán nunca, y en buena lógica deben ser aleccionados y guiados en un mundo del que ignoran prácticamente todo.

Ya basta de que madres y padres se entrometan en el trabajo de los profesores, incluso en el caso hipotético de que sus hijos hayan sido objeto de una injusticia real. La vida es dura, señoras y señores: yo lo he tenido que sufrir innumerables veces en mis propias carnes. Papi y mami no estarán siempre ahí para defendernos, así que debemos apechugar y seguir adelante. En nuestro camino nos toparemos con profesores buenos y malos: falsos e hipócritas que ignoran a sus pupilos e incompetentes que les amargan la vida, pero también excelentes profesionales que les iluminan. En cualquier caso, unos y otros aportan su particular granito de arena en el desarrollo vital del retoño.

Enumera el ridículo cartel de la CEAPA algunas actividades alternativas: hablar de derechos y obligaciones o de violencia de género, preparar una nueva receta de cocina o tomar una decisión familiar juntos… En fin, semejante cúmulo de despropósitos ha llevado a la comunidad educativa a expresarse con vehemencia, asemejándose a los trescientos espartanos que defendieron el angosto paso de las Termópilas frente a una grey de bárbaros y esclavos. Bien, permítanme que me una a la lucha.

En efecto, el sistema educativo debe evolucionar y adaptarse a los nuevos tiempos; y si se me pregunta en qué dirección, recomendaría algunas interesantes charlas de los ponentes de TED, que denuncian las carencias, incoherencias y paradojas del mismo, anquilosado aún en un obtuso esquema dictado por la revolución industrial decimonónica: los ingenieros y científicos son superiores a los artistas, humanistas y deportistas de toda condición, y lo importante no es tanto la interiorización de la capacidad aprendida, como el hecho de alcanzar un aprobado aritmético que les permita acceder a un mercado laboral mecánico y desalmado. ¿Y qué podríamos hacer para cambiar las cosas? Pues podríamos empezar por ensanchar los estrechos ámbitos de la escuela, acercándola a la realidad de la vida diaria: a los museos y la universidad, al gran abanico de deportes que existe (hay vida más allá del fútbol), a los conservatorios y al tejido empresarial. Pero para ello tendríamos que involucrar a muchos más profesionales, ampliando generosamente el presupuesto en educación… Ya puedo ver a esos políticos semianalfabetos mirando hacia otro lado, silbando.

Esto decía Fátima Javier, una educadora, en una red social:

“Hagan huelga, por favor, para que de una vez por todas se prohíba que cada partido político que alcanza el poder cambie de sistema educativo y vuelva loco a docentes y alumnos. Hagan huelga, les ruego, para que en este país nuestro tan extravagante suban el PIB del 4% al 8 %, que es lo que hacen en los países nórdicos como Finlandia, pues invertir dinero es hacerlo en calidad educativa. Hagan huelga, les pido, para que se cubran las bajas de los maestros cuando nos ponemos enfermos y así no haya que repartir alumnos/as por todas las clases, con la sobrecarga educativa que eso supone. Hagan huelga, les suplico, para que las aulas estén dotadas de material tecnológico adecuado, pues de cada diez sólo dos disponen de pizarras digitales y (oh) maravillas tecnológicas que usamos en las casas con naturalidad, como ordenadores y tablets. La pizarra verde y la tiza tiene una estética romántica adorable, pero queda obsoleta en relación a cómo avanza nuestro mundo. Hagan huelga, les reclamo, para que en las clases de lugares como Andalucía no se asen de calor los niños y niñas, pues muchas aulas no disponen de aire acondicionado y lo pasan realmente mal. Hagan huelga, les solicito, para que la ratio, que es la relación numérica entre alumnos/as y profesor/a, sea de quince niños y no de veinticinco y que se instaure de manera eficaz la figura del maestro de apoyo, tan necesaria para el avance del alumnado con dificultad. Y si hacen huelga por todo eso, entonces para mí tendrá sentido lo de los deberes y podré reconciliarme con la idea de que el maestro en España es valorado”.

A todos se nos llena la boca con términos como “creatividad”, ¿pero acaso no es hipocresía lo que motiva este vacuo terminismo? Afrontémoslo: nuestros hijos no tienen por qué ser Cezannes, Einsteins, Bécquers o Prousts. Y hablo exclusivamente del campo de las Humanidades, en el que dispongo de cierto criterio. Decía que su hijo no tiene por qué ser un genio creativo, ni falta que le hace; antes al contrario, lo que corresponde a su tierna edad es que colme esa alma suya en ciernes con conocimientos y experiencias, y que, de paso, desarrolle sus capacidades básicas; me refiero, por sólo citar algunos ejemplos, a la memoria, el cálculo, la concentración, la comprensión lectora, la caligrafía, la ortografía, el deporte y las técnicas artísticas. Para llevar a buen puerto este objetivo se me ocurren muy pocas cosas: que lea mucho, que escriba mucho, que practique mucho y que indague mucho (por su cuenta y bajo la atenta mirada de sus maestros). La creatividad literaria, filosófica o artística, debe promoverse, qué duda cabe, pero me temo que la personita en cuestión debe adquirir primero una base técnica (que no erudita) suficiente, lo mismo que bagaje. Sólo un genio literario y filosófico sería capaz de generar una obra maestra antes de los veinticinco años. Las Humanidades necesitan de un despliegue intelectual y anímico tal, que mejor será que nos olvidemos de depositar nuestras esperanzas en engendrar un Gabriel García Márquez; la floración de semejantes portentos corresponde en exclusiva al misterio de la naturaleza. Su hijo o hija, estimado lector, debe afanarse en aprender y divertirse.

En relación a la rama de Humanidades en el Bachillerato, me temo que no gozamos de un futuro halagüeño. España es un país que desprecia a sus académicos y artistas por el mero hecho de serlo, y por si fuera poco, nuestros humanistas están siendo educados en centros universitarios escasamente dotados y especializados. Al Bachillerato de Humanidades acuden los desahuciados, los desmotivados, los desordenados, los desperezados y los despistados. Ante un cuadro, bostezan; ante una obra literaria, dejan caer los párpados; y sobre una obra filosófica, duermen plácidamente. A raíz de estas cándidas reacciones, los maestros suelen torturarse en la intimidad del hogar: ¿será mi culpa?, ¿valdré para esto?, ¿qué podría hacer para motivarles? La única respuesta que me viene a la mente es seguid ahí, dando guerra. Expandiendo las estrechas fronteras de esos cenutrios en miniatura. Los humanistas por vocación somos muy pocos; el resto se encontró con la filología, la filosofía o el arte por aburrimiento o debido a su natural carencia de solidez intelectual (al fin y al cabo, se les venden unas ciencias humanas caricaturizadas, desprovistas de su verdadera grandeza y complejidad). Al amparo de polvorientos departamentos universitarios y empresas culturetas del todo a cien vagabundean los que sobrevivieron a la quema; meros empollones de once sobre diez que supieron ocultar sus defectos con una memoria devora-apuntes, afanados en torcer el futuro de todos aquellos que realmente albergan una vocación por las letras y las artes. Pero esa es otra batalla en la que prometo mantenerme firme; en otra ocasión hablaré de ella.

En cuanto al uso de las nuevas tecnologías en las aulas, me aparto del discurso de la mencionada pedagoga. Pero antes de continuar, permítame algunos apuntes previos: tengo un ordenador en las manos desde principios de los años noventa y he asistido a la anábasis informática desde el origen de su propagación masiva; confié en Internet para desarrollar mis proyectos académicos, y uno de mis primeros sueldos fue invertido en un pretérito ordenador portátil. Manejo miles de fuentes digitales y mi base de datos académica se lleva un buen número de gigabytes. Permanezco atento a las plataformas virtuales, las redes sociales, los videojuegos y los metaversos. Y actualmente trabajo en la integración de las nuevas tecnologías en el sector editorial. Y a pesar de todo, amigo lector, dudo de que a una personita de doce, trece o catorce años, le sirva de mucho que le regalen un bólido cuando aún no sabe manejar una bicicleta. Lo que corresponde a los niños es aprender a utilizar sus manos para abrir y cerrar libros, garabatear papeles y perderse en museos, bibliotecas, monumentos y escenarios varios. Deben sentir el ámbito que les rodea, y una vez hayan experimentado con sus propios miembros toda esa sucia materia prima, entonces y sólo entonces, deberían elevar su nivel de abstracción y empezar a manejar tabletas y ordenadores para el desarrollo de sus actividades académicas. Con esto no digo que los niños deban abstenerse de utilizar las nuevas tecnologías a diario, pero en lo que a la escuela se refiere, y por mi propia experiencia pedagógica con adolescentes, puedo afirmar que no les está siendo útil por razones que todo el mundo puede comprender: para editar textos y materiales audiovisuales, una persona debe gozar de unos conocimientos informáticos previos (si se quiere trabajar rápida y eficazmente, pilares básicos de la computación cuya inobservancia invalidaría la aplicación misma de la tecnología), conocimientos que, en general, no se les están brindando en el ámbito educativo, afanado en aplicar porque sí las mencionadas modernuras. Además, el aprendiz debería poseer una experiencia previa con el soporte papel: márgenes, tamaños de letra, párrafos, estilo, textura, pulso, ritmo… Una vez superada esta etapa será capaz de valorar y utilizar correctamente los aparatos digitales. Esa legión de estudiantes de Secundaria analfabetos frente a frías pantallas digitales no constituye un espectáculo edificante.

Una generación de pésimos padres está ahogando el futuro de sus hijos con una constante e insoportable injerencia en su vida social y privada; nosotros, los cachorros de los años setenta y ochenta, lo mismo que las generaciones anteriores, jugábamos durante horas y horas con nuestros coleguillas (sí, a pesar de la horrible carga de deberes con la que nos torturaban); ahora los zagales agotan sus existencias en interminables actividades extraescolares, ¡no vaya a ser que molesten en exceso a sus progenitores! Mi carcajada, en fin, es análoga a la del espartiata Pausanias (Historia, IX, 82) cuando se mofaba de la suntuosidad y ostentosidad persas, en contraste con la vencedora austeridad lacedemonia. A nuestros hijos no les vendría mal un baño de humildad, sufrimiento y escasez para mejorar. La abundancia, como bien reflexionaba el bueno de Heródoto por boca de atenienses y espartanos, no produce sino egos leves y capacidades creativas mermadas. De hecho, nada me haría más feliz que alguno de esos países que con intolerable arrogancia tachamos de “tercermundistas”, tomara el relevo de nuestra hegemonía cultural. Nos lo mereceríamos.

De nuevo, gracias por su atención, amigo lector.





[1] adj. Tonto o falto de inteligencia. 
[2] adj. Que carece de cultura o conocimientos. 
[3] adj. Dicho de una persona, de un pueblo o de una nación: De modales rústicos y groseros o de corta instrucción.