jueves, 27 de agosto de 2009

Tempus Fugit


"Este es vuestro destino, el olvido. Todas las viejas lecciones de la vida las perdéis y las ganáis, y las perdéis y las ganáis de nuevo". Leto II, la Voz de Dar-es-Balat (Dune, V. Herejes de Dune)
Hoy voy a hablar de la memoria, que es un tema decisivo e ineludible para un historiador que se precie. La memoria nos define como seres humanos, desde que nos podemos considerar como tales. De hecho, somos los seres vivos que presentan la mayor, la más compleja y la más vasta memoria del reino animal. Existen muchos otros seres vivos que demuestran tener un sentido muy desarrollado de la memoria, pero en ningún caso puede compararse con la memoria de un ser humano: el ser humano recuerda, retiene, comprende y simboliza sobre la base de sus antiguas vivencias. Y también sufre. Porque la memoria es un arma de doble filo: podemos comprender de mejor manera nuestra evolución, y podemos entender y revivir una y otra vez nuestros propios hechos históricos y biográficos, además de hacer ciencia; pero como todo en este mundo tiene su contrapartida: aquellos hechos dolorosos que nos hicieron sufrir en el pasado podrán ser revividos una y otra vez hasta el día de nuestra muerte, lo que nos convierte en auténticas máquinas de producir sufrimiento. De hecho, muchas guerras o "conflictos" actuales se prolongan indefinidamente debido a la memoria: vivir junto a tus verdugos, o junto a tus víctimas hace que el rencor prospere y se extienda; poder revivir una y otra vez los hechos dolorosos del pasado puede volvernos locos, y esto nos puede llevar a cometer las más terroríficas atrocidades. ¿Es mejor el olvido? En ningún caso he querido decir tal cosa, es sólo que nuestra naturaleza es así, y debemos aprender a conocerla y a convivir con ella.

Esta realidad fue bien descrita por alguien que he citado más de una vez en este cuaderno de notas: Marco Aurelio Antonino, excelso Princeps de Roma. En su obra las Meditaciones (s. II d. C.) trata de exponer la futilidad del recuerdo y de la gloria y la fama, de la vanagloria de los hombres que tratan de ser recordados tras su muerte, sin saber que el recuerdo es algo imposible para las generaciones que vendrán. Cada generación trae una nueva ola de regeneración, pero por contra estos nuevos vástagos "olvidan" las viejas lecciones de la vida a las que se aludía el párrafo del encabezado, sobre las que han de ser instruidos una y otra vez. Este hecho ineludible para todas las culturas humanas ha precipitado muchas realidades bien estudiadas por la Antropología Social y Cultural: el culto a los antepasados, las ceremonias regias y los ritos funerarios son sólo intentos humanos por enlazar el pasado con el presente, con el fin de construir un futuro en paz y armonía. El olvido a veces puede acrisolar, pero normalmente conlleva la ignorancia de los peligros y dolores que aquejaron a las generaciones pasadas y por supuesto el olvido de sus logros científicos, técnicos y humanísticos.

La memoria, de hecho, y volviendo al encabezado, es uno de los temas principales de la obra maestra de Frank Herbert, Dune (1965) . Un clásico de sobra conocido por la mayoría de los lectores de este cuaderno de notas, y en todo caso una obra clave del pasado siglo XX. En esta obra se incidía muchísimo en el sentido del olvido y en la necesidad de una memoria artificial y colectiva para prolongar la dominación. Existían grupos de poder que basaban su existencia milenaria en comprender y asimilar las vivencias de sus congéneres muertos, luego al enfrentarse con las mismas situaciones, esta fuente de memoria artificial y colectiva les servía para afianzar una endoculturación que podría haber fracasado en cualquier momento, si no fuera unida a esta prodigiosa y obviamente ficticia memoria. De hecho, esta situación ha hecho que numerosas realidades (me refiero sobre todo al alzamiento de las grandes civilizaciones e imperios que en el mundo han sido) que comenzaron con gran fulgor, se apagaran tras siglos de cambio, debido a que sus descendientes ya no comprendían qué era eso del Imperio Romano, o quién era aquel Mahoma, o qué significado tenía en sus vidas aquel Carlomagno, o por qué era tan importante un tal Alejandro el Magno, o bien a qué venía tanto revuelo por esa Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas... La realidad humana, como cualquier otra realidad terrena, está sometida al cambio, la corrupción, la decadencia y el olvido. ¿Qué será de potencias como los Estados Unidos, Japón y Europa dentro de trescientos años? ¿Continuarán dominando? ¿Continuará la civilización humana tal y como la conocemos? Tengan en cuenta que retrocediendo poco más de cien años nos topamos de bruces con el siglo XIX, una realidad histórica que se nos antoja lejaníiisima y muy distinta, pese a constituir nuestro actual modelo clásico de civilización. Y fíjense que apenas ha transcurrido poco más que una vida humana, que es un soplo de aire en la titánica marea del tiempo.

En realidad, todo esto viene a cuento porque hace unos meses tuve la enorme suerte de asistir a las explicaciones de D. Ignacio Núñez de Castro y D. Leandro Sequeiros, ambos vinculados a la Facultad de Teología de Granada, que está sostenida por la Compañía de Jesús. Las explicaciones versaban sobre la relación entre la religión y la ciencia, pero en la práctica sobre todo trataron de hacer un interesantísimo recuento de los avances de ciencias como la Geología, la Paleontología, la Prehistoria, la Física y la Biología, en cuanto a dilucidar el comienzo de la vida, y sobre todo de la vida humana. Para ello se centraron tanto en las obras científicas de muchos de los protagonistas de estos avances, como "filosóficas" (es decir, de ensayo y reflexión, sobre la base de sus propios descubrimientos). Estoy hablando de nombres como HaldaneOparinTeilhard de ChardinHarold C. UreyStanley MillerJuan OróSidney W. FoxFrancis CrickLeslie OrgelCarl WoeseThomas Cech, Sydney AltmanW. SchopfChristian de DuveLynn MargulisPhilip ClaytonGeorge LemaîtreHans KüngJohn D. BarrowFrank J. TiplerRobin CollinsRichard Leakey,Raúl BerzosaJesús Mosterín, o el propio Stephen Hawking; entre otros muchos, dado que faltaría (porque creo que no se la hace demasiada justicia en los círculos académicos) Carl Sagan, que además es mi preferido. Todos estos hombres y mujeres preocupados acerca de el origen y la composición de la materia, los orígenes de la vida en la tierra, la geología del resto de planetas, la astrofísica, la vida extraterrestre en un tono estrictamente científico, y en algunas ocasiones su relación con la religión y la filosofía, merecen mi admiración y mi respeto. No obstante, considero que en general sus obras (y con esto no quiero decir que las conozca a fondo, ni mucho menos) no hacen justicia a la filosofía y la ciencia del pasado, que adelantó, postuló, imaginó, fantaseó y en algunas ocasiones incluso demostró, muchas de las teorías acerca de la vida y el funcionamiento del cosmos que estos grandes expertos han demostrado en nuestros días con las matemáticas y la experimentación científica. Se me puede argumentar que en el pasado, los filósofos y los teólogos no tenían un armazón científico suficiente que demostrara sus palabras, y desde luego no tengo nada que argumentar en contra de esto. Es cierto. Pero eso no quita para que la labor continuada de muchísimos hombres apasionados a lo largo de más de dos milenios de Historia, quede relegada y olvidada en estanterías polvorientas, y se justifique que una persona diga en la actualidad "mirad, he descubierto esto", y siglos antes otra persona dijera exactamente lo mismo pero sobre la base de su propio vocabulario, y basándose en la imago mundi de entonces, que desde luego no es la de nuestros días, y que se le ignore o se mire su obra (o lo que quede de ella por epítomes o comentarios de otro sabio) con mirada tierna y paternal, más o menos como un adulto mira a un niño que dice "cosas curiosas". De hecho, si podemos afirmar que muchos de estos científicos argumentan brillantemente desde la ciencia, muchos grandes filósofos y sabios del pasado lo hacían con igual brillantez desde la filosofía, la literatura y la teología.

Lo que ocurre es que sus obras duermen en siniestros sótanos y recónditas bibliotecas, y no hay un número de investigadores suficientes ("¿para qué, si eso no da euros?", diría un político) que trate de desentrañar e integrar estas grandes obras de la filosofía y la ciencia del pasado, y tratemos entre todos de comprender cómo ha cambiado la visión de la realidad desde entonces; un hecho que nos llevaría a ser más conscientes del significado de nuestra propia realidad, y de los eternos porqués y de cómo han cambiando (o continuado de la misma manera) las respuestas que cada sociedad humana ha ido dando a la realidad que le rodeaba. Quizás encontremos en muchas de estas respuestas algo que nos ayude a dominar y entender nuestro propio y confuso mundo, y podamos incluso vislumbrar un futuro cargado de esperanza. Por lo pronto les puedo asegurar que la ciencia practicada en el pasado no es tan simplona y ridícula como frecuentemente se pretende reflejar en los libros de texto de la actualidad. Aquellos hombres y mujeres del pasado tenían las mismas diatribas que nosotros (al menos las de los individuos pensantes de entre nosotros, quiero decir), y se hacían las mismas preguntas al observar tal o cual fenómeno natural. Y un ejemplo de esto lo encontré hace algunos años en la República de Cicerón, de la que sobre todo se conoce el libro VI (el famoso Sueño de Escipión, que circuló independientemente a la obra). Al comienzo de la obra, Cicerón pone en boca de sus egregios dialogantes un fenómeno asombroso que se pudo observar en Roma: la aparición de dos soles; en cualquier caso la curiosidad y el asombro ante el fenómeno de este viejo romano son los mismos que las de la gente corriente que observa en nuestros días el supuesto portento. Hoy en día esto es explicable desde el punto de vista de la ciencia, y esa es la diferencia fundamental: se trata del fenómeno conocido como "parhelio". Pero esto sólo es anecdótico, y no pretendo hablar aquí de curiosidades, sino de las grandes ideas y cosmologías de la Antigüedad, la Edad Media, y la Edad Moderna, tanto en nuestra vieja Europa, como en las igualmente vetustas Asia y América. Sus hombres de ciencia trabajaban para registrar fenómenos atmosféricos y astronómicos, para datarlos y explicarlos, para registrar regularidades e irregularidades allí donde las hubiera, y para expresar asombro y curiosidad infinitas ante el espectáculo del cielo y de la materia. Animo al lector que no conozca o que no se crea mucho lo que estoy diciendo, que se acerque a las obras científicas y técnicas del pasado, porque le aseguro que se llevará muchas sorpresas. Pero no sólo a estas obras, que en mucho han sido superadas en nuestros días por las sucesivas oleadas de efervescencia científico-técnica, sobre todo desde el siglo XIX para acá, sino también (y sobre todo), las obras filosóficas y religiosas, que muchas veces nos explican mejor nuestra propia naturaleza que algunas obras filosóficas y literarias contemporáneas.

Es más, desde mi punto de vista se está explicando torticeramente en las facultades dedicadas a las humanidades (y a veces incluso en las facultades de ciencias) el pensamiento, la ciencia y la tecnología de las épocas pasadas. Lo digo porque es relativamente fácil discutir acerca de la Dictadura Franquista, o bien decir que Einstein descubrió tal o cual cosa, pero el mundo no comenzó en el siglo XX, sino que es mucho más antiguo. Tanto, que la ciencia moderna se nos antojaría un eslabón anecdótico si tenemos en cuenta los cientos de años de historia humana en la Tierra. Y decir que no tiene nada que ver con nosotros tal o cual civilización de un pasado remoto, me llena de rabia y frustración, sentimientos que en absoluto son los que experimenté en las científicas y teológicas lecciones de estos dos grandes eruditos a los que aludía. Antes bien sentí tristeza. Tristeza porque no se pusiera en valor el esfuerzo de aquellos hombres y mujeres sabios de los siglos pasados, por ver cómo perdemos esas antiguas lecciones de la vida, creyendo descubrir algo que ya estaba pensado y registrado desde hacía siglos; tristeza por ver con qué facilidad olvidamos e ignoramos la magnífica obra de los filósofos del pasado. Tristeza por ver cómo una muchedumbre acude a las consultas de los psicólogos antes que a la obra de Platón, a la de Aristóteles, a la de Plotino, a la de los estoicos, epicúreos, cínicos, a la de presocráticos tan poéticos y hermosos como Heráclito, o a las obras literarias de Homero, Virgilio, Apuleyo, Catulo u Ovidio; o sin ir más lejos, tristeza por ver cómo se ignora a los maestros medievales y renacentistas (algunos de ellos los cité en mi anterior entrada de junio "Studia Humanitatis"). El mundo no comenzó con Kant, Hegel o Marx, y mucho menos con Husserl y Heidegger. Y muchísimo menos todavía con Sartre y Camus. Es más antiguo, no tengan dudas de ello. Y ni siquiera creo que se pueda argumentar que los filósofos contemporáneos tengan una respuesta de más valor que la de aquellos hombres que vivían como nosotros en ciudades, y que tenían las mismas diatribas y los mismos dolores físicos y mentales que nosotros. Una vez más, olvidamos. ¿Recordaremos alguna vez el valor de conocer a nuestros antepasados?

Pero que no se engañen los simplistas: con esto no estoy argumentando de la misma manera que Gerard Encausse (más conocido como el Mago "Papus") en su Tratado Elemental de Ciencia Oculta (p. 83, Edicomunicación), cuando decía que "nuestras modernas clasificaciones en nada superan a las de los sabios del viejo Egipto", o cosas como (y perdonen la extensión de la cita, pero vale la pena):
"El reducirse en el estudio de la naturaleza a no ver más que su aspecto físico, equivale a no salir del primer grado de la cuestión, del lado material de la misma, y si se asciende al dominio de las fuerzas que modifican a la materia abórdase el segundo grado, el grado fisiológico. Muchos no pasan de aquí, asustándose de su propia audacia; pero es necesario tener el atrevimiento de llegar al fondo de la cuestión (…) El criterio de nuestros días, fundamentado en las afirmaciones del materialismo, nos habitúa a no ver en el universo más que un inmenso cadáver movido por fuerzas puramente físicas y nos habitúa hasta el punto de que, la concepción del universo poblado de inteligencias que actúen siguiendo las impulsiones del destino parece una estupenda fantasía cuando no un algo menos digno aún de intelectual aprecio. Tal es el poder de los prejuicios. Los críticos de suaves maneras salen del atranco diciendo que dicha teoría resulta poética (…) el investigador libre de preocupaciones, no debe retroceder ante los efectos del dictado, y si la Magia enseñó en todas ocasiones la teoría del universo viviente y dotado de inteligencia en vez de la del universo cadáver de los materialistas, sepamos tener el valor de defender la realidad de las entidades inteligentes de la naturaleza, a partir del instante en que nuestras observaciones y mágicas experiencias nos pongan en contacto con esas entidades (…) Los sujetos en estado de visión lúcida para los cuales quedan descorridos los velos del mundo material, distinguen bien claramente lo que ocurre en esa esfera de las inteligencias que actúan sobre el plano físico". (op. cit., pp. 94-96).
Como ven, no me refiero a esta cándida, luminosa e idealizada percepción del pasado de algunos desatinados y maravillosos magiciens decimonónicos. Es más, en nuestros días es incluso difícil que un estudiante de hermetismo sobre todo renacentista o contemporáneo, no caiga en un sentimiento análogo a este que expresó nuestro Papus (sobre todo en ciertos círculos académicos y desde luego entre los diletantes), pero como digo no me refiero en ningún caso a esto, sino a reivindicar nuestra propia profundidad histórico-filosófica como civilización, porque una cultura sin trasfondo y profundidad es una cultura muerta. Y de ahí la labor historiográfica y antropológica: comprender al hombre a lo largo de su periplo histórico nos ayudará a analizar nuestra naturaleza, nuestro presente. Nos ayudará a ser dueños de nuestro futuro. Pero no sólo eso, sino que también nos ayudará a ser mejores personas, y a no olvidar que nuestra forma de vida no ha sido desde siempre la única posible. Muchos seres humanos vivieron de distinta manera, quizás más felices o quizás menos, pero al fin y al cabo siendo los artífices o los esclavos de sus destinos y circunstancias, como nosotros. El periplo humano, -no lo dude, amigo lector-, es una travesía cargada de peligros y senderos inciertos, pero el actor siempre es el mismo a lo largo de los siglos: el ser humano frente a sus circunstancias y su mayor o menor habilidad para ignorarlas, comprenderlas o cambiarlas. Y para poder coger las riendas, o sencillamente para evitar que nos arrastren los acontecimientos, debemos hacer caso de nuestros mayores. Y si además tenemos la suerte de que algunos de nuestros mayores dejaron escritas sus vivencias, filosofías y experimentos, mejor que mejor. Si no, me temo que vagaremos en un mundo que se nos puede presentar ajeno e incomprensible, y cada vez más, a juzgar por la errante singladura de los acontecimientos durante los últimos veinte o treinta años.

Para terminar, me gustaría presentar el trabajo de Francisco de Paula Souza de Mendonça Júnior, un joven investigador brasileño que actualmente está terminando su máster y quiere desarrollar su actividad investigadora sobre la obra del Abad Johannes TrithemiusSteganographia, así como sobre la Historia de la Magia en la Iglesia Reformada. Además, su interés se decanta hacia los lenguajes criptográficos y simbólicos del Renacimiento y el Barroco, relacionados con la tradición hermética del periodo, así como en sus posibles vinculaciones con las esferas públicas de poder. Ojalá que tenga suerte en estos difíciles terrenos, porque se ve que es un investigador comprometido y capaz.