sábado, 17 de septiembre de 2011

El Árbol de la Vida


"Acaso hayan pecado mis hijos y hayan maldecido a Dios en su corazón" (Job 1).

Retomo este cuaderno de notas debido a algo imprevisto: una película que vi ayer, y que me ha dejado consternado, aturdido y con ganas de esa saña sarcástica que tanto me pone. Sin más preámbulos, vayamos al lío, amigos. La película, como reza el título de esta entrada, es de The Tree of Life, cuyo director es Terrence Malick, y protagonizada por dos estrellitas de Hollywood de primera: Brad Pitt y Sean Penn. La película pretende tratar o ilustrar sobre el sentido y el cuestionamiento de la vida y la muerte, y la maquinaria extraña y asombrosa de Dios, lo divino, y del cosmos en sí mismo. El trasfondo o la excusa para tratar tales metafísicas materias es el drama que supone la pérdida de un hijo para una familia del suroeste de los Estados Unidos; sus ideas, susurros, impresiones y gemidos de dolor ante el sentimiento de absurdo, humillación y pérdida que se sienten ante la muerte de un ser querido, quedan aderezados por el drama de un padre déspota y resentido, castigado por ese sentimiento de fracaso tan extendido entre nuestros amigos americanos cuando se descubren con más de cuarenta tacos y no son Rockefellers o Gates. Bien, resumido el tema principal de la película, pasemos a su análisis. Más o menos como hice con Ágora, dividiré mi crítica en dos partes: un comentario filosófico y otro cinematográfico. Obviamente no soy Carlos Boyero, y mi conocimiento sobre el séptimo arte es el de un mero aficionado. Pero eso sí: sé cuándo una película me gusta y cuándo no, y cuándo tratan de tomarme el pelo, o por el contrario me respetan como espectador. Además, no duden de que he pensado a conciencia lo que paso a escribir.

Crítica filosófica

La pregunta fundamental: ¿Por qué?

En la película se trata de mostrar un atisbo de la voluntad, el funcionamiento y la naturaleza de "Dios", mostrando tales características a través de una sucesión de imágenes intercaladas sin orden ni concierto del cosmos: la visión inquietante de los planetas y los astros, las galaxias y las nebulosas distantes. Se nos muestran asimismo imágenes de la propia naturaleza geográfica terrestre: páramos, malpaíses, estepas, tundras, playas, roquedales... Y todo esto queda aderezado por la visión de los propios entes biológicos que habitan y se relacionan con estos ecosistemas: desde unos dinosaurios (sí, sí... han oído bien, dinosaurios) sorprendidos por las cámaras cual documental de la 2, y la recreación de su extinción por la caída de un meteorito, hasta esos inquietantes seres marinos de las profundidades abisales, deteniéndose además en las propias entrañas de la materia viva. En fin, toda esta retahíla viene a propósito de explicar el ¿por qué? fundamental. Esa terrible, obsesiva y dolorosa pregunta que se nos presenta justo en el momento en el que somos o creemos ser víctimas de una injusticia que agrede directamente a lo que consideramos es el orden natural de las cosas. Esta "agresión" no tiene lugar a la duda cuando perdemos a un hijo, y muchas preguntas afloran espontáneamente, y sin que uno sea filósofo de profesión o vocación: ¿Qué gana Dios llevándose a mi hijo? Yo he sido correcto y bueno con todo el mundo, ¿por qué entonces Dios me castiga con semejante sufrimiento? ¿Qué sentido tiene ya la vida si me arrebatan mis propias entrañas?

Las respuestas a estas preguntas han sido diversas a lo largo de los siglos, y las interpretaciones, las sociedades y culturas, las personas, las ideas, etc., influyen decisivamente en nuestro modo de afrontarlo. Cada día -y supongo que mientras escribo esto, semejante "injusticia" le está sucediendo a cientos de personas-, debemos enfrentarnos a la cruda realidad de la existencia: ahora estamos, y mañana puede que ya no. Y aunque obviemos tal verdad inquietante, jamás esquivaremos la hora de nuestra muerte. Jugamos una partida de ajedrez perdida de antemano por un gran maestro perfecto e implacable, y nuestra única esperanza es durar en la propia partida tanto como podamos.

Resulta relativamente fácil para nosotros aceptar el hecho de la extinción, porque es un vacío al que no deseamos asomarnos y para el que la vida consciente no tiene respuesta. No obstante, sus implicaciones van mucho más allá del apego que tengamos a nuestro pellejo: ¿Y qué hay de la muerte de los demás? El bueno de Epicuro nos decía algo así como que en la muerte ya no somos, así que no debemos preocuparnos por ella, pero se olvidó de ese sentimiento terrorífico de vacío que nos invade ante la desaparición repentina de otro ser humano, de un ser querido al que no veremos jamás. ¿Entonces qué, mi buen Epicuro? Por ejemplo, un romano de pro como lo fue Cicerón, quedó tan herido tras la muerte de su hija, que caería, al menos por un tiempo, en las garras del "misticismo", dejándonos un bello testimonio de eso que hoy día vemos tan a menudo.

Así llegamos a otra cuestión interesante. Históricamente el sentimiento, el sufrimiento ante la pérdida de un hijo no ha sido el mismo, y aunque nos parezca crudo, durante aquellas etapas de la Historia anegadas de mayor mortandad y cuya esperanza de vida era considerablemente más corta (es decir, todos los siglos anteriores al XIX, aunque con matices de todo tipo), se aceptaba con resignación y temple la muerte de los niños, dado que su expectativa de vida era en muchos casos dudosa hasta la madurez. Perder un hijo era un mal habitual ante el que los padres se resignaban y contenían su llanto. Era un golpe duro pero no una tragedia insalvable. Este hecho comenzaría a cambiar muy poco a poco a partir del siglo XVIII, si hacemos caso de uno de los capítulos de mi venerada Historia de la Vida Privada, cuyo título reza significativamente: ¡No quiero que muera!

En dicho capítulo se detalla la lucha contra la resignación de una madre ante la agonía de su hijo. Y esto constituye un cambio de paradigma en la vida familiar, y de cuya herencia todos somos beneficiarios. El mundo occidental moderno y tecnificado no puede tolerar que sus hijos mueran antes de llegar a la madurez, y a ese orden mantenido por la tecnología y los avances científicos, nos hemos acostumbrado. Y quizás por eso nuestro dolor no conozca límites ante el hecho de la pérdida. En un mundo donde la tasa de fertilidad está en umbrales de risa (uno o dos hijos por pareja), la muerte de uno de ellos es un mazazo que muy pocas personas están dispuestas a tolerar y asumir así como así... Ahora que recuerdo, y en realidad cambiando de tercio, en el telediario vi atónito una vez a un pastor protestante asumir de un modo estoico y admirable la muerte de su hija por una fatalidad doméstica: "Dios ha decidido llevarse a mi pequeña". Me quito el sombrero...

La siguientes preguntas ante la muerte de nuestro hijo, o cualquier ser querido, podrían ser: ¿A quién culpar?, ¿contra quién dirigir nuestra ira infinita e inconsolable?... ¿Alguna idea?

Dios, o esa persistente lucha de la Metafísica Occidental contra sí misma

La idea primigenia de "unidad" sistémica de la Realidad en nuestra civilización occidental, tiene su origen en Grecia, si bien son muchas sus interpretaciones. Esa idea de última y radical unidad de todo lo real tiene principalmente su basamento metafísico en Parménides, Platón y Aristóteles, las torres de la filosofía griega. No obstante, sus interpretaciones son aún diversas y, pese a lo que frecuentemente se afirma, carentes de ese tipo de religiosidad que imponen las religiones de misterios del Mediterráneo y las filosofías gnósticas y tardoplatónicas con las que habitualmente lidiamos aquí. Para Parménides, los atributos perfectos del Ser quedan plasmados en la visión poética de la Diosa; para Platón, la unidad queda asegurada por el theos del Timeo, y para Aristóteles, siguiendo la estela de su maestro, tal radicalidad de lo real, queda plasmada en el theos de la Metafísica y la Física; ese "motor" autogenerador de la revolución perpetua del cosmos descrito en género neutro. En definitiva, tanto en Platón como en Aristóteles, ese dios queda desprovisto de todo halo religioso, al menos en el sentido dado por las filosofías posteriores durante el apogeo del Imperio Romano.

Por lo tanto, una casilla menos en este Quién es Quién de la culpa teológica, o si no, piénsenlo bien: ¿Cómo podríamos hacer partícipe o causa de nuestro dolor a algo informe, desprovisto de toda carga y legitimación moral? A un mero mecanismo cosmológico. ¡Sería como echarle la culpa a la Gravitación Universal de que alguien hubiera resbalado y caído al vacío! No obstante, con el cristianismo semejante concepción cambia (y estoy simplificando, pero no quiero desarrollar una tesis doctoral aquí, sino comentar una peli), y Dios Padre Todopoderoso gana adeptos a causa de su infinita bondad y misericordia; en otras palabras, por fin pudimos contar con una religión con rostro humano, más allá del poético politeísmo pagano. Por lo tanto, esta vez sí, aprendimos a arremeter contra Dios. A partir de que esta idea cobrara vida en nuestro magín colectivo, ya podíamos lanzar piedras contra nuestro malvado creador, como la plebe hacía con las imágenes de los templos romanos: ¿Por qué te llevaste a mi hijo? ¿Por qué permitiste que eso pasara?...

Afirmamos además que esta concepción de Dios es "occidental" porque efectivamente es así. Toda pretensión de universalidad ante el sentimiento de injusticia y ante el supuesto binomio ateísmo-teísmo, es un vano intento europeo de etnocentrismo filosófico. Por ejemplo, filosofías religiosas como el budismo son constitutivamente ateístas, en el sentido de que no consideran siquiera la posibilidad de que exista una unidad fundamental de la realidad, y muchísimo menos un Dios único e inapelable (de hecho, se mofan de tal idea, afirmando la existencia de infinitos mundos y formas de vida). Y ni qué decir tiene que existen muchísimos conceptos sobre lo divino que sencillamente escapan a estos nuestros parámetros filosóficos consagrados por la metafísica griega y la religión que vino de Israel; por ejemplo, ¿cuál sería la respuesta ante la muerte de un ser querido de una tribu animista africana? Las respuestas a estos interrogantes las salda con maestría el trabajo de campo antropológico, y a él les remito.

Actualmente, todas las filosofías autoproclamadas "ateas" necesitan urgentemente desprenderse de esa carga que es Dios, y en no pocas ocasiones, y adoptando ese aire panfletario tan decimonónico, afirman aquello de que "Dios ha muerto". Y tanto la exaltación de la naturaleza y la humanidad desprendida de toda metafísica de Nietzsche, como el ateísmo salvaje sartreriano que ve en el cosmos una maquinaria ciega e indiferente,necesitan aniquilar ese abanto concepto de Dios, que se derrama en el mundo cristiano-occidental y árabe como un riachuelo imperturbable y enfermizo. Y así llegamos a uno de los cauces del nihilismo, tan agudamente comentado por Camus en su obra El Mito de Sísifo, con relación, cómo no, a la obra de Dostoievski.

¡Déspota malvado! ¡No existes, no puedes existir!

Hace ya bastantes años que leí una obra fundamental de la ciencia política, a cargo de Max Weber; se trata de su ensayo El político y el científico, en el que (qué iluso él), proponía un tipo de perfil político que supiera y fuera consciente de la naturaleza humana, de sus taras y de sus anhelos, y que precisamente gracias a tal conocimiento pudiera enfrentarse de mejor modo a la difícil e ingrata tarea de gobernar a sus semejantes. No me acuerdo exactamente a qué venía, pero evidenciaba una lucidez extrema ante la idea misma de Dios: este mundo es injusto y por ende Dios no existe, o sencillamente tratamos con un Dios carente de bondad e indiferente.

Y así llegamos inevitablemente a Dostoievski. Aún se me pone la carne de gallina cuando recuerdo esos dos capítulos de su obra magna Los Hermanos Karamázov: "Rebeldía" y "El Inquisidor General" En ellos, Iván Karamázov discute con su hermano Alioscha las maldades del mundo, y el porqué de su negra melancolía e incluso su desprecio e indiferencia por el prójimo, la humanidad y Dios mismo. Y como si la inteligencia le hablara al espíritu, expresa su rabia e incomprensión ante un mundo terriblemente injusto, doloroso y desvirtuado, donde el dolor infinito de los niños y las criaturas puras e inocentes no encuentra justificación alguna. En fin, no les digo más, tan sólo léanlos y piensen sobre ellos tranquilamente, empleando la cabeza, el corazón y las entrañas a la vez.

Consideraciones intempestivas (a modo de conclusión)

En la película se afirma al comienzo una sencilla filosofía enseñada por "las monjas" (narrada por la voz aterciopelada y susurrante de la mamá), a saber, que existen dos caminos: uno es el de lo divino y otro el de la naturaleza. El primero no se ocupa de sí mismo sino de los demás, y es desprendido y amante de todas las cosas; sufre humillaciones e insultos pero sigue adelante sin importarle lo que le ocurra. Es generoso y amable, y protege antes que agrede. El segundo, el de la naturaleza, es un camino vanidoso que busca encandilar y conquistar, y su carácter es pendenciero y luchador. Y pensando y repensando dicha "filosofía", no podía por menos que burlarme de su deliciosa simplicidad. En efecto, el amor por las cosas no obsta la lucha por la defensa de las mismas, y de hecho, es casi un deber de las criaturas que aman la vida, la vinculación a las bellezas e intrigas de la "vanidosa" y "señorona" naturaleza. El camino que opta por no luchar es un camino fácil y sin derrota, y desde mi punto de vista justificable en muy pocos casos; podríamos acabar como el clérigo de El pabellón número 6 (un relato admirable de A. Chéjov), que miraba con rubor hacia otro lado ante las injusticias y brutalidades de sus congéneres. Y nada hay menos cristiano que la cobardía y la pusilanimidad, al menos atendiendo a los Evangelios, ¿no? En definitiva, tal punto de partida me parece una chorrada pseudo-filosófica, más propia de ninfas del bosque que de seres humanos con corazón y sangre en las venas. Se lucha porque se ama. Lo demás son, desde mi humildísimo punto de vista, zarandajas y ventas indiscriminadas de humo.

Volviendo al tema de Dios, la injusticia y la muerte de los seres queridos (que es el nudo gordiano de la película, no lo olvidemos), yo no puedo concluir nada consistente, como no lo han hecho tantas generaciones de hombres antes que yo. Naturalmente, me considero heredero de mi tradición filosófica griega, y no puedo ni quiero desprenderme de sus taras. Ahora que recuerdo, el Dr. Leandro Sequeiros, del que ya hablé hace tiempo, me envió un artículo suyo magnífico ("Stephen Hawking The Grand Design y los medios de comunicación: filosofía, ciencia y religión"), que hablaba precisamente del supuesto binomio teísmo-ateísmo, en relación con las teorías siempre efectistas y publicitarias de nuestro amigo Hawking. En dicho artículo, el Dr. Sequeiros se hacía eco de una frase de J.B.S. Haldane que hago propia sin ambages:
"El universo no es sólo más extraño de lo que se supone, sino más extraño de lo que cabe suponer".
¿Qué más puedo añadir, pobre mortal? Quizás me resta armarme de valor y atacar a estos jaleadores de varios frentes que repiten consignas idiotas y nada meditadas, basadas todas ellas en retales de "ideologías" chorras. Desde los autobuses "ateos" hasta las insostenibles ideas pseudofilosóficas de Hawking (y propagadas ad infinitum en los medios de comunicación), y esto no porque mantenga lo contrario (que creo en Dios y no sé qué), sino porque sé bien que el problema es aún mucho más profundo, complejo y lleno de matices, y que necesita de una capacidad craneal más evolucionada que el contertulio medio de la Cadena Ser (o de la Cope, que tanto monta, monta tanto). Ahora bien, siempre hay que tener en cuenta que la idea del Dios bondadoso que habitualmente defiende la Iglesia se tambalea ante el mero hecho de la muerte de un solo niño. Quién sabe, quizás deberíamos empezar a plantearnos la idea de una dimensión religiosa más madura y adecuada a la dura realidad de la vida. Además, no hay que olvidarlo: las ideas de Dios son infinitas y algunas de ellas están dotadas de una belleza inigualable, como la sostenida por nuestro hermetismo, o por los herederos del lulismo, la pansofística y el neoplatonismo, o como las defendidas por El Libro de los Veinticuatro Filósofos, o por filósofos renacentistas como Giordano Bruno, Tommaso Campanella, Nicolás de Cusa, Francesco Patrizi, Baruch Spinoza, o por los deístas posteriores de todo orden y condición. Tan sólo busquen y descubran cómo esas concepciones inmanentistas de Dios establecen una relación entre éste y el mundo más estrecha, natural y luminosa, huyendo de brumas gnósticas y mundos muertos y desvinculados de la realidad divina. Y esto háganlo por deleitarse a causa de su poesía o saber más acerca del basamento metafísico de Occidente, que es más rico y diverso de lo que habitualmente el vulgo supone.

Es más, comentando el supuesto mensaje de la película durante su hilarante final (al menos por lo que yo entendí), me pareció francamente escabroso el hecho de que en un alarde poético, una madre "entregue" a su hijo a un cosmos amable, luminoso, y como de terciopelo. En fin, patético. No sé si nos reencontraremos con nuestros seres queridos en el otro mundo (si es que existe continuación de la conciencia o persistencia del alma tras la muerte), pero de ahí a reconciliarnos en plan chupi-guai con la maquinaria divina, va un paso de gigante. Nadie nos va a librar de la tragedia y el dolor ante la muerte; lo único que podemos hacer, desde mi siempre humilde y desdeñable perspectiva, es volvernos más fuertes.

Crítica cinematográfica

Si no fuera porque estoy escribiendo en una revista académica seria, diría lo que pienso de la película en una frase malsonante, corta, seca y conclusiva, de esas que no dejan lugar a dudas acerca de tu pensamiento, y que normalmente se profieren en un bar. ¿La están imaginando? Bien. Y ahora pongámonos serios y al lío:

La película no es tal película, sino un cúmulo de imágenes deshilvanadas y metidas a presión sin un guión o una dirección como Dios manda. Un tercio de la película se dedica a una interminable, absurda, pretenciosa y ridícula sucesión de bellísimas y poéticas imágenes y secuencias del cosmos (como ya dije, los planetas, la geografía terrestre, el mundo animal, etc.), como si estuviéramos en la serie de Carl Sagan o en cualquier documental del National Geographic. Por supuesto, el "marco" (tengo que llamarlo de algún modo) de tal despropósito es la historia de una familia sureña y sus problemas familiares y diatribas metafísicas, causados por el padre primero y "luego" (entre comillas porque no hay un hilo conductor temporal claro), por la muerte de uno de los tres hermanos. Además, mucha parte del metraje se dedica a escenas insustanciales entre los miembros de la familia, o bien a la zona residencial en la que habitan, o a cualquier otra tontería, lo que provoca en el espectador un sentimiento de apatía y enfado creciente.

Asimismo, el director nos abandona la mayoría del tiempo a nuestra suerte, y navegamos al pairo en una sucesión infumable y mareante de imaginería casi aleatoria que más parece un vídeo musical o un poema gráfico que otra cosa. Es más, afirmo que el cine no puede alcanzar determinado grado de abstracción por las buenas, y sólo de un modo muy superficial o indirecto o sutil, puede introducir al espectador a un concepto filosófico complejo. Y lo peor de todo es que viendo las críticas aquí y allá (tan sólo abran el Google y lean), los entendidos no la dejan mal, si bien se critica tibiamente sus exabruptos documentales. Me da la impresión de que este rollo es el típico producto pseudo-intelectual snob que en según qué círculos es de mal tono criticar, por aquello de que no te vayan a tomar por tonto o simplón. Yo, como el elemento social me lo salto por inútil, digo lo que pienso, y por lo tanto concluyo que si quieren que le tomen por idiota, acudan a las salas de cine.

¿Algo bueno? Sí, su magnífica banda sonora. La compraré en cuanto pueda, no lo duden.

Por cierto, al final de la película (los que se quedaron, porque un tercio de la sala abandonó antes del final), la gente aplaudió sarcásticamente. Todo un logro de Malick que resume bien de qué va el tema. Lo cierto es que por momentos me sentí como Lilly en Cómo conocí a vuestra madre; para los que conozcáis la serie, el símil no tiene precio. ¡Hasta pronto, amigos!

domingo, 22 de mayo de 2011

Errante y perplejo


Inclina tu oído y escucha las palabras del sabio y aplica tu corazón para entenderlas (Pr 22, 17).

Con su permiso, hoy les voy a dar nuevamente una vuelta por un lugar muy especial y bello de Granada. El motivo de hacerlo es sencillo: siempre he pensado que para cristalizar el conocimiento adquirido, para aprehenderlo como Dios manda, uno necesita ubicar y desarrollar tal conocimiento en alguna parte. Me explico. Yo necesito tener un espacio adecuado para leer y pensar, y además necesito hacerlo en absoluta soledad y silencio (dos elementos importantísimos cuando lo que se pretende es escuchar esa vocecilla interior que nos guía y enseña); y por ende, es esencial para mí encontrar tal espacio en la ciudad que habito en cada momento. En Salamanca tenía mis espacios particulares (lugares que echo de menos desesperadamente, por cierto), y en Granada, se me ha hecho muchísimo más difícil encontrarlos. En fin, no sé por qué será (o sí lo sé y me lo callo), pero es evidente que las bibliotecas, espacios universitarios y de retiro "espiritual", etcétera, son más escasos y preciosos en esta ciudad andaluza. No obstante, todo es rascar, y por derecho propio uno de los cármenes más conocidos de la ciudad se ha convertido para mí en ese lugar de reflexión y soledad que necesito. ¿Su nombre y emplazamiento? Seguro que los granadinos ya lo han acertado (y algunos foráneos). No obstante, y si a ustedes no les importa, antes de introducir nombres y direcciones, voy a describir un poco (los nombres no dicen nada, ¿no creen?).

Hoy mismo he estado en ese maravilloso espacio, donde se unen un palacete de inspiración romántica y modelo neoclásico y alhambreño (a mí al menos me lo parece), una vista bellísima y privilegiada de la ciudad, una cercanía envidiable a la Alhambra, arboledas y fuentes exhuberantes y esculturas melancólicas y dolientes, pavos reales enseñoreándose mientras muestran desvergonzados su exótica hermosura, gatos esquivos y pilluelos, ánades chapoteando despreocupadamente, flores en plena ebullición erótica, y restos de antiguos huertos trabajados por egregias y poéticas manos; porque en este espacio maravilloso moró nada menos que San Juan de la Cruz, ligando esta ciudad nazarí con mi pasado salmantino. Ambos espacios: universidad y monasterio, se unen para fundir por un solo instante la vida de esta preclara y hermosa pluma castellana con mi propia biografía... En fin, sé que mi estilo es cursi y decimonónico, pero esta es la definición más exacta que he podido hacer del enclave conocido como Carmen de los Mártires, un espacio de ensueño donde la naturaleza y la visión romántica de la vida se dan la mano, dejando perplejo al visitante ante su belleza sin par.

Como una imagen vale más que mil palabras, he aquí algunas instantáneas que saqué hoy mismo:



Una hermosa fuente circundada por solemnes estatuas...


Un palacete "romántico", el recinto ideal para los pavos reales y para las bodas...


Un patio interior de clara inspiración alhambreña...



Un pavo real andando tan tranquilo por su insigne hogar...

Y hablando de perplejidad, para mi visita de hoy al Carmen de los Mártires, escogí dos lecturas que me parecieron de lo más apropiadas. La primera de esas lecturas fue la Guía de Perplejos (-1190) de Rabbí Mošé ben Maimón, más conocido por el nombre helenizado de Maimónides. Dicha "guía" no es sino un sofisticado constructo metafísico que aúna filosofía y exégesis escrituraria, basándose en la obra del "Príncipe de los Filósofos", es decir, en Aristóteles, y considerado por otros autores medievales como Santo Tomás o Dante Alighieri, como el filósofo por antonomasia. Por cierto, la edición que manejo es la de David Gonzalo Maeso, publicada por primera vez en 1983 y reeditada por Trotta. Como nota al margen, el Dr. Gonzalo Maeso (1902-1990) fue catedrático de Filología Hebrea de la Universidad de Granada hasta su fallecimiento. Este libro, que había adquirido hacía casi un año, dormía el sueño de los justos en mi estantería y no pude sino rescatarlo y comenzar a devorarlo con avidez. ¿La razón? Pues es bien sencilla; en realidad, no creo que haya tantos libros de filosofía verdaderamente imprescindibles en esta vida, y entre ellos podemos incluir la obra platónica (y en particular, la República), y la aristotélica (y en particular, como todo el mundo sabe, la Metafísica). Es decir, que si todo desapareciera en un colapso sísmico-nuclear, creo que cabalmente podríamos deducir y reconstruir buena parte del basamento intelectual de Occidente (es decir, lo que somos) en estas dos obras. No obstante, la vida siguió su curso, y no se detuvo en los filósofos antiguos, por lo que a estos dos colosos griegos habría que unir también la obra de este erudito judío de origen sefardí (nacido en Córdoba, concretamente, en el año 1135). Y es en esta supuesta decadencia en el interior de una decadencia mayor (vivimos la desmembración del Califato, la retirada almorávide, y la entrada en escena de los temibles almohades), donde se fragua la obra de Maimónides, titánica tanto por su forma como por su contenido. Sobre el resto de obras filosóficas "imprescindibles", hablaré otro día.
Pues bien, esta nuestra Guía, estaba destinada más a los versados en filosofía y exégesis "bíblica" que a los ignorantes en tales materias. Es decir, que dicha obra trataba de aclarar conceptos y perfilar la correcta utilización de términos previamente aprendidos, con el fin de que los estudiosos no se perdieran en equívocos debido a lecturas excesivamente literales y en definitiva erróneas, de la Torá (i.e. interpretaciones no polisémicas o polivalentes, y teniendo en cuenta que el pensamiento religioso se vale invariablemente de la metáfora para construir su sentido). Alguien se preguntará, no obstante, que qué importancia tiene el pensamiento de Maimónides para un estudioso del hermetismo. Y la respuesta la podremos hallar, por ejemplo, echando un vistazo al estupendo artículo de Moshe Idel (probablemente el máximo especialista en la materia): "Hermeticism and Kabbalah", enHermetism from Late Antiquity to Humanism, Turnhout (Belgium): Brepols, 2003, pp. 385-428. En dicho artículo, Idel deja clara la separación entre los partidarios de una teología y una mística heterodoxas (casi invariablemente de inspiración neoplatónico-hermética), y aquella representada por nuestro erudito cordobés, que defendía un tipo de interpretación más "racional", sesuda, equilibrada y en definitiva, aristotélica, de las Escrituras. No obstante, ambas posiciones se intercambiarán y confudirán continuamente, y conviene que analicemos por tal razón el pensamiento de cada autor en particular; de hecho, algunos cabalistas posteriores llegarían a apoyar sus argumentos en nuestro peripatético sabio, como demuestra una epístola atribuida a Maimónides en la que se relata un proceso revelatorio de carácter onírico-astral (MS London, British Library, Or. 19788, ff. 4v-5r; Moshe Idel, op. cit., pp. 391-393).

Más aún, el "Águila de la Sinagoga" (como así fue llamado nuestro Maimónides), deja a las claras su desprecio por nuestro hermetismo en una carta enviada a Šemuel ibn Tibbón (quien tradujo al hebreo su Guía), y que dice así (cfr. Moshe Idel, op. cit., p. 389):
"Los libros de Empédocles, los libros de Pitágoras, los libros de Hermes y los libros de Porfirio, representan todos ellos una filosofía antigua sobre la que no merece la pena gastar el tiempo".
Como se ve, poco debe importar al estudioso que una filosofía sea contraria a su objeto de análisis, porque la Historia actúa como una charca turbia y ondulante, en la que lo que antes era negro ahora es blanco y viceversa. En una palabra: hay que estudiarlo todo dentro de nuestras posibilidades, no desdeñando las obras clásicas de cada periodo y volviendo una y otra vez a los conocimientos básicos, y deteniéndonos continuamente en el estudio de las lenguas antiguas. De ahí la inutilidad de ciertas visiones académicas y extra-académicas, que desprecian la labor de edición crítica y la necesaria multidisciplinariedad, a favor de una especialización recalcitrante y estéril.

La segunda de las lecturas añade el carácter errabundo propio del escritor, filósofo y vividor romántico. En efecto, estuve leyendo también Le Génie du Christianisme (1802), de François-René, vicomte de Chateaubriand, una lectura muy adecuada y amena para el lugar en cuestión, donde la mística poética del cristianismo se entrelaza con la belleza y el erotismo mundanos (yo tengo en casa la edición de El buey mudo, Madrid, 2010). Y sí, lo cierto es que resulta fácil considerarse a sí mismo cristiano cuando a uno le da el sol estival, escucha el inquietante titar de los pavos reales y siente la brisa perfumada de las flores, y mientras placas y bustos nos recuerdan el paso de excelsos místicos y escritores. Y es en esa región solitaria en la que nos movemos algunos errantes perplejos, aferrados a la naturaleza y al estudio en la era de la tecnología y la imagen, maravillados por la heterodoxia pasada en el culmen de la ortodoxia posmoderna (otra forma de demoninar a la cutrez y la frivolidad modernas). Melancólicos y henchidos de esperanzas caminan y caminaron los Zorrilla, los San Juan de la Cruz y los Chateaubriand; por entre los hermosos cármenes recortados contra la Alcazaba y la Sierra Nevada. En fin, como ya dijera un princeps filósofo, toda vida es una guerra y un exilio, y qué razón tenía, el insigne varón.


Un busto en homenaje a San Juan de la Cruz, situado en el antiguo huerto del monasterio...

Por otra parte, sigo animando a los lectores a que visiten no sólo este magnífico lugar, sino también la Alhambra (justo al lado, como saben), porque además ahora cuentan con un título único en su género para preparar la visita: Leer la AlhambraGuía visual del monumento a través de sus inscripciones, publicado por el Patronato de la Alhambra y el Generalife y Edilux S.L., a finales del pasado año 2010. Dicho título resulta imprescindible si uno desea conocer la Alhambra más a fondo, y su autor, como no podía ser de otra manera, es José Miguel Puerta Vílchez, al que estimo como persona y como investigador, y del que continuamente estoy aprendiendo cosas nuevas. Mi última visita guiada por la Alhambra fue bajo su "tutela", y les aseguro que fue una de las cosas intelectualmente más enriquecedoras que he tenido la oportunidad de vivir en los últimos tiempos. Y si se preguntan el porqué de hacerse con tal título, tengan en cuenta que la Alhambra es, como bien deja claro Puerta Vílchez, una "arquitectura de palabras", cuyos palacios hablan por sí mismos sin necesidad de fuentes y manuscritos, y por lo tanto, tener la facultad de leer los bellos mensajes alhambreños nos asegura el pleno aprovechamiento de nuestra visita al monumento, además de apreciar de mejor manera su calidad estética, indefectiblemente unida al sentido del palacio islámico.

Finalmente, tengo que decir que la revista va bien, y ya tengo proyectado el primer número, que versará sobre el concepto degnôsis. Espero que al menos dos investigadores más se unan a este primer número dotado de todas las garantías académicas oportunas, y en fin, en los próximos meses iré subiendo más cositas a esta flamante Studia Hermetica Journal. Paciencia. Ah, y no querría dejar de agradecer a Eulàlia Tort, la responsable comercial de Herder Editorial, su amable apoyo y dedicación con el proyecto. En fin, termine cuajando o no, es de agradecer que todavía hoy existan personas amables y con cierta visión para las cosas. Muchas gracias.

He pensado muy mucho si escribir esto que sigue o no, pero lo voy a hacer porque no sólo de criticar vive el hombre. A veces hay que arrimar el hombro y gritar al unísono con el semejante, por muy abyecto que éste te parezca. Y algo así me ocurre con este tema de las sentadas, acampadas y manifestaciones de la llamada Democracia Real y toda esta historia del 15-M. En fin, ignoro si esto degenerará en partido político o si terminará siendo copado por cuatro intelectualoides ávidos de chupar cámara, etc., pero de momento comulgo con muchos de sus principios. Nuestra sociedad es lo suficientemente culta y madura (o por lo menos tiene los recursos para serlo), como para permanecer en manos de una piara de imbéciles, analfabetos y caraduras, que sólo miran por sí mismos. De haber un nuevo sistema político para el siglo XXI, éste debería encauzarse por una progresiva democratización, y sobre todo a través de la sofisticación de los gobernantes y de los gobernados. La gente trabaja, estudia, piensa y ya cuenta con los apoyos y el conocimiento suficientes como para no tragarse cualquier chorrada y entrar por el aro, como perros amaestrados. No quiero que esto parezca una soflama política (porque no lo es), pero ya va siendo hora de que la sociedad se decida a despertar a algunos sonámbulos y solipsistas que llevan reinando demasiado tiempo. La inteligencia, la cultura y el talento deberían copar todos los rincones de la Administración Pública y de las empresas privadas, y no esos gremios repletos de paniaguados que son los partidos políticos y sus bombo-platillos mediáticos. Por eso, veo genial que los ciudadanos (es decir, no los "estudiantes", o los "perroflautas", o los "intra-sexuales", o las "víctimas de no sé qué", etc.) griten ¡basta! al unísono, y seguidamente nos pongamos a trabajar y pensar en cómo podemos resolver esto, con o sin políticos, sindicalistas, banqueros o periodistas.