sábado, 26 de diciembre de 2015

Meditaciones


ἀπογυμνοῦν αὐτὰ καὶ τὴν εὐτέλειαν αὐτῶν καθορᾶν

καὶ τὴν ἱστορίαν ἐφ̓ ᾗ σεμνύνεται περιαιρεῖν.
No me gusta hablar de mí en exceso, y mucho menos para elevarme moralmente sobre los demás. Y entenderá enseguida, estimado lector, por qué lo digo. Es cierto que la cultura cincela el alma, pero la hace opaca, compleja, a veces biliosa y amarga; no necesariamente la hace “mejor” o más bella, pero sí más interesante y profunda. No sabría decir qué vidas considero más plenas, si aquéllas que transcurren ignorantes de sí mismas y en perpetua acción, o por el contrario esas otras que detienen su paso y observan en derredor, tratando de comprender. Depende de los casos. La erudición y la creación rara vez van de la mano… pero ni siquiera me refiero a eso: ¿la naturaleza basta?, ¿es suficiente con una existencia ajena al pensamiento abstracto o al perfeccionamiento intelectual y anímico? Con probabilidad esas preguntas carecen de sentido, porque los humanos no hacemos más que desarrollar lo que llevamos dentro, urgidos por necesidades inconscientes y arrebatos pueriles que nos definen hasta el tuétano. Como bien decía mi adorado Rust Cohle: “Each stilled body so certain they were more than the sum of their urges, all the useless spinning, tired mind, collision of desire and ignorance”. A medida que me hago mayor, voy dándome cuenta de dos hechos melancólicos: que nuestra existencia parece transcurrir en un carril preestablecido y que el tiempo se nos viene encima, violento e implacable. ¿No siente usted lo mismo?
Decía que no hallará en mí un sujeto moral imitable, ni lo pretendo. Es más, la misma idea me pone incómodo. Me cabrea. No busque en mí a una vedette de red social que juzga y sentencia sobre la base de principios políticos, éticos y estéticos: no hago proselitismo animalista o libertario de ninguna clase, ni pongo a parir o ensalzo a golpe de clic. Quien desee saber lo que opino sobre la vida, el amor y el dinero, que me invite a unas cervezas y mientras me patina el acento debido al líquido elemento, entenderá por qué servidor no es quién para juzgar. 
A menudo hallo defensores de la libertad con alma de dictador, y personajes broncos con alma de poeta. Y he visto algunos falsos rebeldes que venderían a su madre por convertirse en inquisidores y verdugos. No, amigos míos, a mí ya no me engañan esas almas torcidas. Prefiero mil veces a los héroes duros, fieros y sin embargo tiernos y filosóficos de las novelas hard-boiled y el cine negro clásico, antes que a esos buenistas de biblia y revólver de la Posmodernidad. Al menos aquéllos eran más humanos y honestos, luchadores natos en un mundo repleto de malvados y ególatras. Antihéroes defectuosos; seres humanos vivos.
Sé muy bien lo que hace falta para triunfar socialmente: es cuestión de actitud, amigos y peloteo. Lo he visto en mi experiencia laboral y en mi vida diaria. He grabado a sus protagonistas a cámara lenta, cual periodista maquiavélico infiltrado en una casa de putas, y he rebobinado la cinta innumerables veces, con el propósito de aprender qués y porqués. Y en todas las ocasiones me he observado —experiencia extracorpórea donde las haya—, frente a largometrajes de terror y grotescas comedias de situación. Por eso me he puesto un traje de tejido aislante y he pospuesto indefinidamente mi progreso mundano. Me dan repelús los andrajos humanos, pero entre usted y yo, me fascina el halo escatológico que desprenden.
A muchas personas les resulta fácil describirse: “soy de derechas/izquierdas; soy ateo; soy cristiano; soy del Atlético de Madrid; soy feminista; soy, soy, soy.” Pues bien, cuando pienso en mí sólo puedo argumentarme desde la energía que desprendo y mi vocación: escribir, pintar, pensar, soñar, sentir, crear. No soy capaz de “creer” en el sentido lato del palabro. He visto y pensado demasiado: “no tengo ideología porque tengo biblioteca”. La autodefinición es autodefensa; supone elegir la tribu a la que quieres pertenecer y a quién rindes pleitesía, y por eso prefiero los movimientos de resistencia a los ejércitos, los anarcas a los anarquistas y los artistas solitarios a los militantes. No, de nuevo no me dejo engañar: sólo me interesa lo que usted sabe hacer y lo que de hecho hace, no sus pensamientos a medio construir, vertidos en gratuitos arranques de bilis. Tampoco me hieren las “ideas” de nadie, porque a menudo —tanto las buenas como las a priori “detestables”— son el perfecto producto de nuestras inclinaciones naturales y defectos, y no de lógos pensante alguno. Y por eso me resisto a fascinar y que me fascinen de esa manera.
Piensen por un momento en la “política” (por poner un ejemplo que a todo el mundo excita y del que todo el mundo parece extraer una conclusión), y desvincúlense por unos instantes de su lado primitivo, animal y “sentimental”: ¿qué importan sus discursos, sus bellas o feas palabras o sus caretos?, ¿qué más da lo que digan o cómo lo digan? Lo único que cuenta es que ese funcionario público cumpla con su trabajo con rapidez, eficacia y diligencia, mejorando su economía, la economía de todos. Y sin embargo, como predadores de sabana que somos, nos fijamos antes en la estética que en la ética, ignorando el contenido. 
Siempre he pensado que buena parte de la maldad humana proviene del mutis colectivo con el que nos protegemos los unos a los otros; en otras palabras, con frecuencia lo malévolo que hay en nosotros deviene del silencio consciente o inconsciente con el que encubrimos los pecados propios y los ajenos (piensen por un momento en la corrupción, la guerra, el terrorismo o el incesto… o sin ir más lejos en los lameculos y los trepadores de su ámbito laboral asalariado). He tenido la oportunidad, en fin, de conocer a muchísimos ejemplares de una catadura moral e intelectual paupérrima, que juntándose con otros cabestros, justificaban sus estupideces y su bajuna condición, aludiendo directamente a “sus amigos”. Dicho en román paladino: “soy gilipollas pero tengo muchos colegas que me defienden y se parecen a mí”. Tengo cientos, miles de ejemplos en mente que acuchillan mi magín día y noche, debido a las especiales características de mi memoria, que actúa como un panel digital y un pozo sin fondo, privándome del reposo del que gozan los idiotas.
Algo anda mal. No en este siglo (es más, probablemente el actual siglo XXI sea uno de los mejores y más interesantes periodos de andadura humana sobre la Tierra, al menos en Occidente), no en nuestro país o nuestro entorno. En nosotros. Somos los trocitos de una especie revoltosa, degenerada y perturbada; seres lastrados por una dimensión colectiva que nos aboca a cometer atrocidades y estupideces, cuya única salida, entrada y “progreso” en este mundo se canalizan paradójicamente a través de la soledad y la individualidad: el arte, la generosidad, la libertad y la creación son buenos ejemplos.
Amigo mío, cobíjese en su soledad y convierta su cuerpo y su alma en obras de arte. Lo demás no es sino un añadido engañoso.

viernes, 26 de junio de 2015

El mundo de ayer

Me mira Stefan Zweig; en su mirada serena, inocente y sin embargo mil veces sabia y buena, noto algo que me hace llorar, que me quema de rabia lo mismo que de sosiego. Es el conocimiento profundo y doloroso de la tragedia, reservado a muy pocos de entre nosotros. Pero debo desengañarme: si su alma cándida y floreciente, marchitada por las brutales circunstancias que le tocó vivir, es capaz de cruzarse con la mía y devolverle una mirada escrutadora, se debe a que me acaricia tiernamente en aquello que ya no soy. Lo admiro y siento como un familiar cercano que un día conocí y amé, y cuyo recuerdo yace abandonado en la trastienda de mi niñez.
Este proyecto artístico y académico que dirijo se nutre de personalidades como la suya, nacidas al socaire de la evolución y el progreso decimonónicos y embarrancadas en el lodo de las más abyectas de entre las distopías: las Guerras Mundiales. Siendo como él un europeísta convencido, amante de la milenaria tradición humanística heredada de la Antigüedad Clásica, no consigo —como él–, zafarme del agujero que ha dejado en nuestras naturalezas jóvenes, la realidad negra de la violencia y la destrucción con que las sucesivas conflagraciones han torturado al Viejo Continente. Y no me detengo en la masacre perpetrada durante los años cuarenta en este repaso mental; porque del resto de millones de cadáveres no supo jamás mi buen amigo austriaco, afortunadamente.
¿Cómo alguien como yo, nacido casi exactamente un siglo después de este genio literario, es capaz de comprender el dolor medular de su biografía? No hay respuesta sencilla a esta pregunta, así que contestaré con una evasiva ingeniosa, la memoria artificial que supone la técnica:

“La peor maldición que nos ha acarreado la técnica es la de impedirnos huir, ni que sea por un momento, de la actualidad. Las generaciones anteriores, en momentos de calamidad, podían refugiarse en la soledad y el aislamiento; a nosotros en cambio, nos ha sido reservada la obligación de saber y compartir en el mismo instante lo malo que ocurre en cualquier lugar del globo” (p. 502).

Como ya dejara claro en otra ocasión, la labor del historiador es desplegar ante sí el lienzo de la memoria humana, con el propósito de conocer e incluso sentir los pensamientos y sentimientos de los hombres que le precedieron. La razón de ello no es tanto la preservación y el recuento archivístico de datos y documentaciones dispersos, como el entendimiento preciso del presente y de nuestra realidad humana, dicho esto desde una óptica atemporal y antropológica. Pero desengañémonos nuevamente, los acontecimientos ocurridos en el siglo XX aún no son “históricos” por derecho propio: nos siguen definiendo, deprimiendo, asolando, excitando, acalorando e hiriendo; y por este motivo aún recaen sobre nuestras conciencias determinados accesos de locura colectiva que debieron haberse evitado.
En la obra que presta su título a esta entrada, Zweig relata con esa elegancia, claridad y lucidez que le caracterizan, su vida intelectual, y en particular aquellos acontecimientos que acabarían por precipitar su caída, la caída de Europa. Y a pesar de ello, su prosa es tranquila y soñadora, se diría que nostálgica; en ella no atisbamos la apabullante energía autodestructiva que caracteriza a algunos de sus personajes literarios, y por este motivo, su corolario artístico despierta en mí, como ya dije, sentimientos contradictorios: por un lado amo la belleza, el ánimo y el perfume reconciliador que sus párrafos desprenden, y por otro su ingenuidad consciente me inspira una rabia incontenida que amenaza con desbordarme; una cólera injustificada que me susurra demoníaca que la mejor de las soluciones para el sabio es la de someter a sus semejantes, evitando así que los malvados y los ignorantes ocupen el lugar de los respetables y los justos. Embriagado y entrampado por un ataque de amok, quiero denunciar y hervir a fuego lento la fría estadística exhibida sin pudor por los geógrafos humanos.
Cada ser humano muerto representa una esperanza frustrada, un futuro genio truncado, una descendencia cercenada, un experimentar roto y un sentimiento no nacido. Multiplique por millones y en su cabeza arderá el peso de esa histeria colectiva que supone la matanza orquestada por los Estados y los grupos terroristas desde 1914. Desengañémonos juntos una vez más: no hay controversias “ideológicas” ni por ende “ideologías”, y los que las sostienen me resultan antes ideotas que hombres y mujeres dotados de convicción. Porque aceptémoslo, el trabajo intelectual y el razonamiento abstracto escapan al entendimiento y las posibilidades de las masas; asimismo, sólo veo justificada la lucha armada como defensa, por otra parte un principio que impregna el Derecho Internacional Público, y de cuya carencia se lamentaba el propio Zweig (p. 503). Tolstói, Gorki, Dostoievski, Rilke, Nietzsche, Unamuno o Rolland, así como una pléyade de filósofos y humanistas también citados por el genio de Viena, nos alertaron contra el peligro de ese “cruel y voraz espantajo” (p. 171) que era el Estado, pero una buena parte de nuestros antepasados prefirió confiar su destino a las pulsiones abyectas que brotaban de su siniestra irrealidad, arrastrándonos a todos al infierno.
De su triste final, que no trágico, supe antes de leer esta su postrera obra, y enseguida realicé un juicio de valor injusto. Esto es así porque siempre he considerado que suicidarse por no “transigir una idea”, a la manera de ciertos antihéroes dostoievskianos, es estúpido y ridículo. Pero al profundizar en la biografía de Zweig, uno se da cuenta de que determinados acontecimientos horribles sobrepasan nuestra capacidad para soportar el sufrimiento, la humillación y la pena, y acabamos por perder la ilusión de vivir. Aislado y exilado en el Nuevo Mundo, el genio y su esposa no pudieron contemplar por más tiempo un mundo donde la barbarie, personificada en el nazismo, ganaba terreno a las naciones civilizadas. De nuevo se repetía el horror; imposible encajar por más tiempo la degeneración y el catastrófico final del idilio conocido durante la juventud.
En sus páginas hay claves y similitudes con este nuestro comienzo de siglo que encuentro particularmente reveladoras. El camino que las generaciones sobrevivientes a la posguerra tomaron para sortear una situación injusta y caótica, fue el desarrollo de las vanguardias artísticas y un ansia por vivir y experimentar que rozaba la manía y el furor platónicos. Y también un desprecio manifiesto y un mudo reproche al mundo legado por sus padres —sus beligerantes, ingenuos e inconscientes padres—, que hizo de ellos unos parias desempleados con ansias de estilo, fiesta y liberación sexual. Huelga decir que las mismas pautas culturales se han ido repitiendo a lo largo del pasado siglo y del actual, y recomiendo el filme Cabaret (1972) a todos aquellos lectores que aún no la hayan visto, dado que retrata a la perfección el mundo que Zweig describía con cierto amaneramiento burgués. Del mismo modo, nosotros, los jovenzuelos nacidos entre los setenta y los ochenta del pasado siglo XX, creímos a nuestros padres cuando nos describieron un mundo en el que los centros académicos nos abrirían las puertas a un futuro idílico, y que sí o sí encontraríamos un hueco para nuestras aspiraciones; un paisaje costumbrista que se hizo añicos ante la Gran Recesión de 2008 y de la que nos vamos recuperando muy lentamente.
Debemos ser conscientes, como lo fue Zweig, del espíritu transformador y dinámico de nuestra época, que mira con recelo todo escenario anterior y que confía ciegamente en el progreso, porque en ello nos va la vida. Cuando la gran crisis económica se hizo notoria en nuestro país, pude comprobar a cámara lenta cómo mi generación se desperezaba y salía del alelamiento en el que había vivido durante su corta existencia. Millones de veinteañeros se restregaban los ojitos como bebés y miraban a sus papis con cara de cabreo, demandando una explicación y recreando con asombrosa exactitud los movimientos de masas de un pasado no tan lejano. Y esa misma experiencia la vivieron los incautos que marcharon con lerda sonrisa a la Gran Guerra, o en otras palabras, al horror que haría naufragar a Europa y que precipitaría las “tiranías” posteriores. En definitiva, la pérdida de la inocencia que describe nuestro escritor vienés no sólo se experimentó históricamente durante las primeras décadas del siglo XX, sino que nuestra misma biografía se compone de dos momentos: el de ayer y el de hoy. La niñez, plena de esperanza y confianza, se torna en purgatorio durante la edad adulta, cuando advertimos el frío y desencantado mundo en el que estamos inmersos y las pocas posibilidades de que disponemos para sobreponernos a él. La duración y el alcance de este shock dependen de nosotros mismos, de nuestra fuerza y carácter. Mas Zweig tenía razón cuando afirmaba:

“A pesar de todo el progreso que el cuarto de siglo de entreguerras ha traído en el campo social y técnico, en nuestro pequeño mundo de Occidente no existe ninguna nación que no haya perdido una parte ingente del placer de vivir y de la libertad de espíritu de antaño” (p. 170).

Esta pérdida se está viviendo hoy con aún mayor intensidad, en plena Tercera Revolución Industrial, debido probablemente a la conciencia de habernos liberado de un manto de inocencia que acabaría por asfixiarnos. Una sociedad masificada y asediada de estímulos no precisamente intelectuales, que prima la burocracia, el control subrepticio de sus ciudadanos y la cuantificación arbitraria del conocimiento, sobre la base de certificaciones académicas que en nada demuestran la competencia de sus poseedores. No obstante, la realidad presente supera con creces a los tiempos pasados en todo lo que respecta a los adelantos técnicos y científicos, la facilidad de acceso a la información, la estabilidad interna de las naciones “desarrolladas”, la aparición de bloques estables supranacionales, como la Unión Europea (una realidad que hubiera llevado al éxtasis a Zweig), el crecimiento de unas clases medias que atempera las castas de antaño, la liberación sexual y la igualdad entre sexos, y la posibilidad de viajar a lugares distantes con relativa facilidad.
Por lo demás, nuestra época nada tiene que ver con esos centros urbanos de cuento de hadas y esas campiñas idílicas recortadas contra Los Alpes blancos, y que sirvieron de marco y reflejo al escritor de Viena; por el contrario, y me pongo como ejemplo, nuestro periplo biográfico se desarrolla principalmente en un entorno suburbano, funcional y decadente del que es difícil sustraerse, con el fin de lograr una obra artística que supere a los maestros de la avant-garde. Se me podrá objetar que cada época encuentra su inspiración en lugares y realidades distintos, y aunque podría estar de acuerdo con el argumento, algo me dice que no es tan sencillo… En todo caso, la influencia y la expectación por las funciones de teatro y las óperas que describía Zweig en El mundo de ayer, han sido sustituidas por conciertos de pop-rock y los estrenos de la HBO, y el aprecio y la pasión de las gentes por la palabra escrita han quedado confinadas a determinadas élites intelectuales. A pesar de todo, el genio creativo se conduce actualmente en regiones distintas a las de comienzos del siglo pasado, y es llevado a término por individuos ególatras, vanidosos e histéricos de difícil clasificación, que hallan en la fusión de estilos y las redes de comunicación un cauce de expresión hasta cierto punto novedoso.
En cualquier caso, no creo en los conceptos de progreso o evolución, y por ende desconfío de amaneceres y ocasos. Vivamus, mea Lesbia, atque amemus! Todo lo demás sobra y es superfluo. Les animo, en fin, a que devoren con fruición la obra de este austriaco universal, y que no pierdan detalle de sus suculentas ideas y extraordinarios dotes narrativos. Studia Hermetica y eXcogito, se sienten herederos de la obra de estos grandes genios del pasado, y sobre ellos volveremos. Por lo demás, sigo trabajando en algunos proyectos que creo tendrán una calurosa acogida por parte de los lectores habituales de la revista. Por cierto que no me planteo mi participación en ninguna otra revista académica a corto plazo, ni tan siquiera enviar mi producción literaria a editorial alguna. Mi vida transcurre por una senda clara y contundente: evitar perder el tiempo a toda costa con intermediarios y labrar mi propio espacio editorial.